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Acerca de la banalidad del bien




Óscar Sánchez Vadillo


Le cuesta a uno contradecir a Hannah Arendt, que fue una pensadora de verdad, no uno de esos que, como decía Nietzsche, enturbian sus aguas para que parezcan profundas. Sin embargo, para eso están los maestros, al igual que ella supo poner en aprietos a Kant precisamente en su opúsculo sobre Eichmann. Pero creo que, como hablaba ayer con mi amiga Gimena (por Whattsapp, ya todo se habla por esa aplicación, las cafeterías y Alexander Graham Bell definitivamente derrotados), en realidad es el bien el que resulta banal, mientras que el mal es siempre sublime. El régimen nazi es sin duda la mancha de sangre más indeleble no del s. XX, no de la historia de Europa, sino de la memoria de la humanidad en general. No encontrarás a nadie, ni en una aldea recóndita del Kurdistán donde apenas llegue la televisión y media población sea analfabeta que no sepa lo que fue el nazismo. Puede que no tengan la menor idea acerca del incendio del Reichstag, por ejemplo, pero reconocerían una esvástica pintada con tiza en una pared a 100 metros de distancia. En cambio, no te atrevas a preguntar quién fue Nelson Mandela en pleno Times Square de Nueva York: apuesto a que no lo sabe con exactitud ni una de cada veinte personas encuestadas. La gente que sale de sus casas a desescombrar tras un bombardeo aéreo... Eso es la banalidad del bien: algo pesado, rutinario, triste y sudoroso que se hace sin apenas esperanza, pero porque algo dentro de ellos les impide absolutamente estar cruzados de brazos mientras pueda haber un semejante sepultado bajo un montón de cascotes de hormigón. Sin embargo, los pilotos que han llevado a cabo el bombardeo... Esos sí que han hecho una experiencia sublime. Volar por encima de una ciudad, sintiéndose Tom Cruise en Top Gun, tal vez escuchando en sus cascos la cabalgata de las walkirias como en Apocalipsis Now, apretar el botón que procede a la descarga de muerte sobre el hormiguero de allá abajo... Debe haber tortas para hacer ese trabajo.


La objeción que ponía Arendt a Kant, si la entendí bien, es que la moral del probo funcionario le impide distinguir entre medios y fines, de tal manera que Eichmann pudo sentir que desempeñaba bien su tarea, aunque esta consistiera en aniquilar seres humanos. Y me temo que en parte es cierto, porque llega un punto en que Kant entroniza tan alto el Imperativo Categórico que termina por cumplir el papel opuesto a aquel para el que fue concebido (no por Kant, claro, sino por el uso práctico de la Razón). La prueba más sencilla de comprender es el texto en el que Kant defiende la vigencia del Imperativo por encima de la vida misma de un prójimo, y no de un prójimo cualquiera, sino de un amigo. En “Acerca de un pretendido derecho de mentir por amor a los hombres”, en efecto, Kant asume el desafío de Benjamin Constant y no se echa atrás: si no puedo universalizar la máxima que me permita mentir, entonces mentir por salvar la vida de un amigo me está también vedado. Por tanto, el Imperativo Categórico, cuya segunda formulación me impone considerar a toda persona (el concepto preciso de “persona” se lo debemos también a Kant) no como un medio sino como un fin en sí mismo tiene una peligrosa excepción y sólo una: el Imperativo mismo. El Imperativo es el fin en sí mismo, no el desdichado amigo de Kant...


Es decir, que hasta el Imperativo Categórico, cuya solemnidad, según Kant, hace temblar, es un bien -es el contenido de la una buena voluntad, lo más valioso del universo, dice- cuya falla interna está precisamente en tomarse tan en serio a sí mismo. Y tal actitud, en mi opinión, es la adecuada para el Derecho, pero no para la moral. La gente que ayuda a otra gente en situaciones de emergencia, o sencillamente el voluntariado de todo tipo o alguien que hace comida de más para pasarle un tupper al vecino de enfrente es la banalidad radical que no espera recompensa, que no se da bombo a sí misma y que el tiempo borrará indefectiblemente, a los pocos minutos de ser realizada. A diferencia de eso, el daño hecho adrede resulta espectacular, inolvidable, y los colombianos tardarán siglos en olvidar a Pablo Escobar. Mis propios alumn@s quieren ser Pablo Escobar, Pablo -le llaman así, con familiaridad- fue todo menos banal. Sus profesores, en cambio, a los que van a pagar lo mismo haciendo su trabajo bien o mal, son unos parguelas (léase boludos, pringaos, etc.) de mucho cuidado. El mal es sublime, el mal llama mucho más la atención que el bien y es la delicia de los espíritus refinados, ese fue el descubrimiento que aportó Charles Baudelaire a la sensibilidad moderna. Si un padre abusa de su hija decimos que es un monstruo, y el monstruo es sin duda algo sublime. La monstruosidad de Eichmann no estaba en su cara, ni en sus ademanes, sino en su currículum. Si un padre ayuda a su hija a hacer los deberes es algo trivial, banal. No obstante, los casos de asesinos en serie tienen las máximas cotas de audiencia en televisión durante meses. Por eso Simone Weil decía que la moral es una cuestión de atención...

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