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Two Minutes to Midnight...



​Óscar Sánchez Vadilla


Los periódicos últimamente traen malas noticias, que es para lo que están, sin acritud lo digo -Sánchez Ferlosio se preguntaba cómo es que tienen el mismo número de páginas cada día, ¿existe un cómputo exacto de lo que la actualidad trae cada jornada, como la agenda milimetrada de un político?... Las más llamativas son las del clima, desde luego, que más claro no puede decirlo ya, sólo nos falta que eche un tsunami sobre la Casa Blanca para que nos demos por fin por enterados. Pero últimamente hay noticias peores, aunque todavía en el plano simbólico y no en el de los hechos, afortunadamente. Bueno, lo he dicho mal: afortunadamente no, porque los símbolos no asustan a nadie en la época de las imágenes, y dentro de poco hasta la esvástica va a ser blanqueada e indultada en tanto logo del terror, como ya propone esa luminaria hispánica que es Sánchez Dragó a quién se le ocurre entrevistarle. Como en las calles y edificios del llamado Mundo Libre todo se desarrolla con la normalidad habitual, excepto momentos excepcionales de atentados terroristas y tal, y además siguen abiertos felizmente los Starbucks y los Primark(s), nadie se puede realmente creer que los científicos hayan situado el Reloj del Fin del Mundo a tan sólo cien segundos del apocalipsis. Total, el apocalipsis ha sido ya anunciado tantas veces -año 1000, 1666, 2000, 2012-... Aunque lo cierto y realmente preocupante sea que hasta ahora los milenaristas o quiliasmistas nunca habían sido científicos ateos y apegados estrictamente al método cartesiano, profesionales vestidos como personas normales y no brujos atávicos tocados con ese casco en la cabeza que llaman tiara pero parece un menhir…

Lo más inquietante es que, según ellos, nunca, pero nunca-nunca jamás, el peligro de extinción de la humanidad había sido tan extremo, tan inminente, ni siquiera en la crisis de los misiles cubanos de 1963, esa que casi nos liquida a todos y que se cuenta tan bien en la película de Kevin Costner titulada Trece días. Puesto que parece que la manera que vamos a escoger para afrontar tales amenazas es volver a votar a los alegres compadres de Trump una y otra vez -Donald, ese Nerón rubio y cenutrio del s. XXI, esa Bestia del Apocalipsis original de San Juan-, o, si acaso, invertir en costosos programas de Inteligencia Artificial, Internet of Things y juguetes tecnológicos así de superfluos e hipnotizadores (puros envoltorios caros, puros cantos de sirenas, puros negocios de bulto...), podemos ir preparándonos para lo peor. Hace unos días escuché en la radio que en la última década de crisis financiera y ajustes de austeridad obligatorios el número de milmillonarios en el mundo se había multiplicado por dos, mientras que en la televisión ese mismo día contaban que el trabajo no remunerado e invisible de las mujeres que trajinan en su casa en todas partes del globo triplicaría en valor los beneficios anuales de todas las grandes tecnológicas juntas. Suma dos hechos aparentemente aislados como esos y tienes un polvorín entre las manos. Entre tanto, en las cumbres de Davos y otros cónclaves como el que se cierne sobre Madrid estos días deben estar discutiendo también acerca de cómo protegerse de la futura e inevitable ira de las masas depauperadas, y yo cada vez me convenzo más de que las sospechas conspiranoicas de Marta Peirano son ciertas, en el sentido de que el acopio industrial de nuestros datos que se está perpetrando en las redes sociales tiene como verdadero fin conocer y prevenir de antemano nuestras reacciones para poder idear cómo controlarlas cuando llegue Lo Desagradable, la catástrofe. No "vamos a morir" masivamente, como exclaman tantos un poco en broma y un bastante en serio, lo malo va a ser que quizá empecemos a desearlo en cuanto comiencen las cosas a ponerse feas... (y no lo digo yo, insisto, que lo dicen los señores del guardapolvo blanco y del método cartesiano que salen de cuando en cuando en la portada de los medios).

Las chicas ya no quieren ser princesas / y a los chicos les da por perseguir el mar dentro de un vaso de ginebra / pongamos que hablo de Madrid. Mis alumnillos, en general, son bastante pesimistas, aunque no sepan muy bien por qué, es algo que se percibe en el aire, que pica en la piel y te araña los huesos. El pesimismo es una profecía siempre autocumplida: si crees que todo saldrá mal, nunca pondrás los medios para que salga bien, es de cajón. Mis hijos todavía son pequeños para ver las cosas como mis alumnos -que por cierto son de barrio acomodado, no se vaya a creer-, pero no lo bastante pequeños como para no estar ya bastante atrapados por los botones y las pantallas y la cultura planetaria de la viralización y el Like. En veinte años, vaticino, todos estaremos lo suficientemente adiestrados como para grabar el fin del mundo con nuestro móvil de última generación y darle un sonoro y entusiasta Like a la palabra Finis –porque espero, al menos, que si tiene que haber un fin puntual y cercano similar al apocalipsis del evangelista, que al menos tenga la decencia filológica de formularse en latín. Pues bien: en estos momentos, a cien segundos del llanto y el rechinar de dientes famoso, la lección que más me importaría a mi transmitirles a mis hijos -esos nativos digitales a los que les aguarda sufrir semejantes apuros escatológicos en su espléndida madurez- es que, por lo menos, y sin excepción, saluden al conductor al entrar en un autobús el tiempo que les quede de vida. Por supuesto, eso no les va a servir para nada, no va a eliminar el exceso de CO2 ni va a evitar una pandemia mundial ni va a vaciar los silos nucleares ni va a derrocar a los gobiernos fascistas, pero, como último deseo para la humanidad en su conjunto, lo encuentro lo suficientemente digno. Es como lo que decía el viejo Kant: no actúes como si fueras a recibir una suculenta recompensa por tus buenas acciones, actúa como para que pudieras merecerla aun cuando no vayas a recibirla jamás. Saludar respetuosamente al conductor del autobús, tratarle como si no fuera ni un mueble ni uno de esos cyborgs o robots o vehículos sin conductor que los millonarios trashumanistas desean tanto, simplemente porque en ese momento preciso él está trabajando y tú no, es todo lo que me gustaría conseguir tanto de mis alumnos como de mis hijos antes de que le veamos definitivamente la pelusilla interior de los oídos al lobo.

Ya sé que me pongo estupendo y social, en plan Ken Loach o ex-Vicepresidente Segundo de la coalición, pero es que realmente no se me ocurre nada mejor. ¿Que “el fin del mundo te pille bailando”, como canta Sabina, o que te pille haciendo el amor como te diría la mayoría de la gente, que es que son todos unos cachondos mentales? No tengo nada en contra, por qué no, pero hoy me confieso cursi, buenista, perroflauta o sonriente ganadora del Miss Andalucía, como queráis llamarlo. Hoy estoy de humor melancólico, y prefiero que el fin del mundo te pille deseándole un buen día al tío o la tía del bus -no del Bush, por Dios- que copulando como un vikingo, puesto que ese pobre hombre o mujer no ha hecho nada en especial, igual que tú, para ganarse esa eterna Medianoche en la que nos adentraremos todos con bastante probabilidad en nada de tiempo conforme alertan los sabios...




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