Óscar Sánchez Vadillo
Toda una vida académica e intelectual escudriñando las relaciones clandestinas pero inexorables entre el poder y el saber le incapacitaron para verlo venir en toda su crudeza. Pensó que sería otro dispositivo más como ha habido tantos, algo creado por el sistema para aprisionar clínicamente a la comunidad gay. Y así siguió montándoselo fantásticamente, sobre todo en rápidas escapadas a las saunas de San Francisco. Pero el SIDA era jodidamente real, tanto que lo mató en 1984 cuando contaba con cincuenta y siete años. Un final que podría funcionar como ejemplo por antonomasia de la deformación profesional congénita de los filósofos, consistente confundir su mapa con el territorio1. Años antes, Michel Foucault había declarado medio en broma que, bueno, en cualquier caso no hay mejor motivo para morir que “el amor de los muchachos”2… Sus detractores han utilizado alguna vez, y todavía lo hacen hoy si encuentran un micrófono cerca, estas palabras y algunos indicios seguramente amañados acerca de su vida en Túnez para acusarle de prácticas infamantes con adolescentes y hasta niños que a la postre resultan difíciles de creer, por cuanto son negadas rotundamente y desmentidas por el que fue su pareja más duradera, Daniel Defert. Sin embargo, no faltan testimonios en la cultura occidental de ese “amor por los muchachos” que en su forma más abyecta le era atribuido al filósofo, al margen ahora del hecho incontrovertible de que toda la gran civilización grecolatina, es decir, la eclosión esplendorosa de la Europa histórica, fue eminentemente homoerótica. Seguramente en el mundo moderno Lord Byron, pero también Lewis Carroll, André Gide o Gabriel Matzneff3 frecuentaron íntimamente a menores de edad, en unos casos con preferencia de un sexo sobre otro (hoy diríamos del género), y eso únicamente dentro del espectro de la alta cultura, no digamos ya si ponemos el dedo en la llaga de la gente común, como ocurrió en el caso de pederastia del Raval en 1997 que radiografió Joaquim Jordá en su De nens…4
No obstante, fue Richard Burton, no el actor, sino el antropólogo, explorador y políglota británico de la época victoriana que halló las fuentes del Nilo5 el que antes, y con menos disimulo, confesó por escrito su afición por los efebos6. Fue en el epílogo a su monumental traducción de Las Mil Noches y Una Noche7, en el que se despachó a gusto acerca de una teoría de la paidofilia a escala planetaria. Según Burton, en efecto, existiría toda una enorme franja geográfica, a la que denominó “zona sotádica”, en la que la pederastia era considerada no sólo una práctica corriente, sino además llevada a cabo con fruición desinhibida (no como en la Grecia antigua, sin embargo, donde si bien la sodomía era habitual, no estaba bien vista, y el pudor y el respeto obligaban al erastés, es decir, al adulto, a no tocar al erómenos, o sea, al adolescente, más que mediante una masturbación entre sus piernas, lo que se conoce como “coito intercruzal”, y siempre que el muchacho permaneciera completamente impertérrito). Al final, Burton estiraba tanto la región objeto de su hipótesis que terminaba por coincidir con las partes cálidas del globo en las que no regía la religión cristiana, de lo cual sus intérpretes han colegido que el propio Burton se engolfó en estas costumbres paganas desde muy pronto, al inicio de sus primeros viajes (Burton es también célebre por haber sido el primer hombre occidental capaz de visitar la Meca como un fiel más o entrar en un burdel árabe sin ser reconocido ni haber perdido su cabeza bajo un alfanje por ello). Habría sido, parece que sin sombra de duda, Sir Richard Francis Burton, el único y verdadero Indiana Jones real8 después de David Livingstone y Henry Morton Stanley, un pederasta consumado, así como el victoriano más extravagante y heterodoxo de un periodo caracterizado por la pacatería y las rectas conductas, pero también por los extravagantes y heterodoxos más conspicuos de la historia. Porque además Burton no se detuvo en el epílogo al clásico árabe por antonomasia, también osó perpetrar una traducción desde el árabe y anotada por él de El jardín perfumado, una especie de feliz síntesis del siglo XV, obra de Muhammad ibn Muhammad al-Nefzawi, también conocido simplemente como “Nefzawi”, entre el Kamasutra y El Decamerón, trabajo al que Burton consagró los últimos años de su vida. Aquí llegó más lejos, por lo que sabemos, ya que en el epílogo mencionado había sido algo cauto al referirse a la pedofilia como “el vicio” –le vice– o “el amor patológico”, por más que le diera un cierto pábulo rijoso; pero en El jardín perfumado, animado por la defensa de la homosexualidad de Karl Ulrichs y otros, Burton se puso a intervenir en el texto hasta dar lugar a una edición crítica de 1282 páginas a la que consideraba “la coronación de mi vida”. Más que coronación, aquello era la salida de armario total9, que diríamos hoy, y una salida de armario mucho más grave, sin duda, por la edad de su oscuro objeto del deseo10, que la que protagonizaría Oscar Wilde una decena de años después, con la salvedad de que jamás tuvo lugar.
Y jamás tuvo lugar porque el día anterior a realizar las últimas correcciones de su desmesurado texto Burton murió, a la edad de 69 años, y en la cama, lo cual dado su aventurero y arriesgado expediente vital es un verdadero milagro. Su mujer, Isabel Arundell, que aunque provenía de familia de rancio abolengo no era ni mucho menos una mosquita muerta, aprovechó la ocasión para echar al fuego el manuscrito entero de El jardín perfumado (“del deleite sensual”, es su título completo) y de paso todos los diarios de su marido de los últimos cuarenta años. Isabel era también escritora y traductora, además de haber protagonizado algunos episodios de auténtica rebeldía en su juventud, pero supongo que la combinación de la edad con el deshonor y el escándalo que supondría para ella ante su estirada sociedad el reconocer que los mayores goces de su célebre costilla habían tenido lugar muy lejos y en condiciones indecorosas cuando no francamente culpables, hizo que se decidiese a asesinar el minucioso trabajo del paidófilo más experimentado y documentado de la historia occidental. Por una parte, ya digo, es comprensible. Seguramente Doña Isabel adivinaba que en esa traducción había mucho más que mero traspaso de un idioma a otro, y de hecho sabemos por una traducción previa y mucho menos extensa que Burtón ya había realizado antes del francés que él acostumbraba a agregar al texto original comentarios, “posturas” -sí, sí, posturas como en el Kamasutra, que también había traducido-, consejos de salud sexual y otros ítems que eran totalmente de su cosecha, es de suponer que por completar una información que databa del Renacimiento o tal vez por puro entusiasmo. Además, seguro que esa segunda traducción llevaba una carga mayor y muy sensible, tal vez la carga o el acento sentimental de un tesoro de recuerdos que Burton acariciaría con nostalgia en su vejez, y eso su mujer legítima y oficial claramente no lo podía permitir, hasta aquí casi podríamos estar de acuerdo. Pero por otra parte es para matarla, a Isabel Arundell de Burton. Porque lo cierto es que una apología de la pederastia debe ser objeto de repudio y de oprobio tanto entonces como ahora, pero lo escrito con arte y estudio no se hace desaparecer así como así, como de hecho ni siquiera el extremismo cristiano de los primeros siglos tocó, que sepamos, los diálogos de Platón en los que el sátiro Sócrates se inflama manifiestamente ante la presencia de bellos muchachos11 en el gimnasio (claro que la actualidad de las noticas acerca de las aficiones antaño secretas del clero católico nos hace comprender el porqué, tristemente), del mismo modo que nadie ha censurado Memoria de mis putas tristes de Gabriel García Marquez o el más exquisito de todos, La casa de las bellas durmientes del japonés Yasunari Kawabata. La paidofilia, o su ejecución práctica, la pederastia, han prosperado como inclinaciones o conductas que las sociedades civilizadas han entendido como aptas para ser recogidas con severidad por el código penal, pero eso, naturalmente, no puede tener un efecto retroactivo sobre las producciones culturales del pasado. Se debe abominar sin reservas a Tiberio, el emperador romano que en vida de Jesús metía a niños desnudos en su piscina para satisfacer su pervertida líbido, pero no se puede extirpar el pasaje de Yo, Claudio en que Robert Graves nos lo cuenta. Miss Burton trató de compensar más tarde su crimen cultural escribiendo una voluminosa biografía de su marido, pero, claro, en la cual no tenía cabida alguna “el amor de (y por) los muchachos”….12
1 Especialmente en el espíritu filosófico francés del s. XX ha triunfado una identificación muy cerrada de la labor intelectual con el trajín erótico que proviene del psicoanálisis y que creo que queda perfectamente definida -además de desenmascarada- en el siguiente pensamiento de Marguerite Duras: El cuerpo de los escritores no se puede disociar de lo que escriben. Los escritores despiertan la sexualidad a su alrededor. Como los príncipes o los poderosos. Los falsos escritores no tienen esos problemas. Son santos y se puede ir con ellos sin ningún riesgo. Dicho lo cual se sobreentiende que Franz Kafka o Jürgen Habermas, por poner un ejemplo pretérito y otro actual, como no iban por ahí tirándole los trastos a nadie, eran y son falsos escritores y filósofos.
2 Lo refiere Manuel Cruz en su Amo, luego existo. Los filósofos y el amor, Madrid, Espasa, 2010.
3 No entro aquí en Francisco Umbral o Pete Townsend porque creo que no son casos enteramente probados, pero lo que sí que parece claro es que La Muerte en Venecia de Thomas Mann, que es una obra maestra de la literatura (y del cine), es la crónica temprana de un deseo que el escritor jamás realizó y que Lolita de Vladímir Nabokov es, a su vez, como la segunda parte de La muerte en Venecia, su what if, es decir, como si Nabokov, que sin duda había leído a Mann, hubiera pensado… ¿Y si Gustav von Aschenbach hubiera conseguido su propósito, más allá de la simbología del artista y su objeto, del fin del ideal del genio romántico vencido por la ruda belleza natural? ¿Qué habría, en efecto, que contar del después…?
4 Documental a todas luces tristísimo y terrible en el que prensa, judicatura, sociedad civil y hasta los psicólogos clínicos salen muy mal parados, hasta el punto de que es uno de los pederastas juzgados, hombre infame en el sentido foucaultiano pero también en el legal, el único involucrado en la trama que realmente parece tener voz propia y obtener de su parafilia (que es como lo clasifica la psiquiatría, mientras que la ordenamiento jurídico actual lo tipifica, más sensatamente, como violación) una lección moral, llegando a asumir voluntariamente la castración química. También en 2002 en Hollywood se atrevieron a rodar un perfil de pederasta -se suele diferenciar del pedófilo porque realiza su ansia- protagonizado por Kevin Bacon, El leñador, donde se trataba de entrar con cierta delicadeza en la atormentada cabeza de estos sujetos cuya atracción incontenible sienten ellos mismos en muchos casos como repugnante, ilegítima y sucia.
5La monumental biografía de Edward Rice que tradujo y publicó Siruela en España es bastante aburrida a mi juicio.
6 Se cuenta, entre muchas otras cosas cuanto poco curiosas, en Los primeros movimientos en favor de los derechos homosexuales, 1864-1935, John Lauritsen y David Thorstad, prólogo de Juan Gil-Albert, Cuadernos ínfimos 78.
7Respeto la puntualización que nos dio a conocer Borges en Europa respecto del título del cuento de cuentos.
9 En el epílogo a Las Mil Noches y Una Noche Burton ya había insertado dos máximas latinas bastante manifiestas: decían decía Naturalia non sunt turpia y Mundis omnia munda, es decir, respectivamente, “en la naturaleza no existe la depravación” y “para el puro todas las cosas son puras”, ambas muy dignas del Marqués de Sade, sobre todo la primera.
10 Es totalmente sintomático, sí, cómo los teóricos desde los sesenta nos han vendido con convicción y entusiasmo el placer, incluso Foucault, que no creía en la represión. Una vez muerto Dios, parece que ese es el tesoro que le hemos quitado, como si Dios fuera un dragón que tenía secuestrado el gozo. La libertad como libertad económica y libertad sexual, y ya. Ayer vi 50 sombras de Grey, muy recomendada por mis salidillos alumnos. Una película que blanquea el extremismo sexual, pero que incluso a mis alumnas femeninas les gusta, porque argumentan que es consentido. Yo les digo que tengan cuidado, que si te dejas dar una hostia consentida igual luego te cae otra sin previo aviso. En fin, me parece una locura la hipersexualización que vive Occidente desde los sesenta, so pretexto de acabar con la insidiosa represión. No creo que nuestros antepasados fueran reprimidos, creo simplemente que querían asumirse a sí mismos de un modo que entendían más digno que montándose como perros. Follar está muy bien, pero el hombre es un animal racional, decían los escolásticos, no un animal follador. Ya es hora de que lo naturalicemos y nos olvidemos de Freud, que es el culpable de haber convertido el deseo en clave oculta de todo. El personaje de Grey en la película no es más que un Heatcliff capitalista. Copular solo lleva un ratito al día, y eso con suerte (aunque he leído que los varones piensan en ello siete veces por minuto): los Marcuse y compañía no nos dicen cuáles son las tareas del ser humano civilizado el resto de la jornada. Como afirmaba muy bien Richard Sennet en el clásico de 1980 Narcisismo y cultura moderna, “así, la sexualidad llega a soportar la carga de las tareas de autodefinición y autoresúmen, cargas que son inapropiadas para el acto físico de hacer el amor con otra persona” (Kairós, pág. 62) -más que inapropiadas, yo diría “desproporcionadas” o “exageradas”.
11 O, en otro ejemplo más reciente, Ramón María de Valle-Inclán en Sonata de Estío hace reflexionar al pícaro pero entrañable Marqués de Bradomín: Leyendo a ese amable Petronio (se refiere al romano Satyricón), he suspirado más de una vez lamentando que los siglos hayan hecho un pecado desconocido de las divinas fiestas voluptuosas. Hoy, solamente en el sagrado misterio vagan las sombras de algunos escogidos que hacen renacer el tiempo antiguo de griegos y romanos, cuando los efebos coronados de rosas sacrificaban en los altares de Afrodita. ¡Felices y aborrecidas sombras: Me llaman y no puedo seguirlas! Aquel bello pecado, regalo de los dioses y tentación de los poetas, es para mí un fruto hermético. El cielo, siempre enemigo, dispuso que sólo las rosas de Venus floreciesen en mi alma y, a medida que envejezco, eso me desconsuela más. Presiento que debe ser grato, cuando la vida declina, poder penetrar en el jardín de los amores perversos. A mí, desgraciadamente, ni aun me queda la esperanza. Sobre mi alma ha pasado el aliento de Satanás encendiendo todos los pecados: Sobre mi alma ha pasado el suspiro del Árcangel encendiendo todas las Virtudes. He padecido todos los dolores, he gustado todas la alegrías: He apagado mi sed en todos los caminos: Un tiempo fui amado de las mujeres, sus voces me eran familiares: Sólo dos cosas han permanecido siempre arcanas para mí: El amor de los efebos y la música de ese teutón llamado Wagner; y luego, en Sonata de Invierno, un Bradomín anciano y tan manco como su creador se ratifica: Viendo juntos a los dos prisioneros, lamenté más que nunca no poder gustar del bello pecado, regalo de los dioses y tentación de los poetas. En aquella ocasión hubiera sido mi botín de guerra y una hermosa venganza, porque era el compañero del gigante el más admirable de los efebos. Considerando la triste aridez de mi destino, suspiré resignado. El efebo me habló en latín, y en sus labios el divino idioma evocaba el tiempo feliz en que otros efebos sus hermanos eran ungidos y coronados de rosas por los emperadores.
12 … Y así es como se consigue poner tantas notas al pie como el propio Richard Burton en sus traducciones…
Fuente: https://hyperbole.es/2022/07/sir-richard-francis-burton-y-el-amor-de-los-muchachos%ef%bf%bc/
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