top of page
Buscar

Si George Eliot hubiera sido un hombre…


Óscar Sánchez Vadillo


Será, o no, una injusticia, pero hay vidas a la que les cunde el triple o el quíntuple que a otras. Es la extraña ley que una vez formuló la madre de mis hijos, según la cual “lo vacío llama a lo vacío y lo lleno a lo lleno”, de manera que el que poco hace, tiende a menos, y que está ocupadísimo, siempre da más de sí. George Eliot, antes de adoptar ese seudónimo mundialmente célebre, era una chica que ya había hecho más cosas que yo a mis cincuenta años. Como desde muy temprano había decidido no dejar descendencia carnal, tradujo miles de páginas en muchos idiomas, vivos y muertos, y no precisamente fáciles (crítica escriturística, Spinoza, Feuerbach, etc.), tuvo sus pinitos de naturalista, se echó un amante leal que estaba casado y con hijos, conoció a todas las grandes personalidades intelectuales anglosajonas de su tiempo y sobre todo escribió profusas e inteligentes novelas, novelas de dimensiones Tostói en tamaño y profundidad, para que nos entendamos. Yo leí Middlemarch (que es justo el día, por casualidad, en que escribo esto) yendo de admiración en admiración y sin cansarme, y ahora acabo de terminar los ensayos de variada temática recogidos con gran valentía editorial y buen criterio crítico por Pablo Luís Álvarez y Arcadio Saldaña en La Uña Rota. Son, como era de esperar, de una gran agudeza -hay un momento en que Eliot le pone una objeción grave nada menos que a Kant y a mi juicio acierta-, pero también de no pequeña erudición. Si George Eliot hubiera sido un hombre, tendría hoy la consideración de, por volver al paralelismo anterior, un Tolstói. Aunque lo cierto es que, será o no una injusticia, como indicaba en mi frase inicial (que lo es…), pero tampoco a Tolstói le concedieron el Nobel, para que se vea como es de improvisado y tuerto el destino del periplo humano…

Lo más sorprendente es que Mary Ann Evans había sido autodidacta. Tenía ese coco prodigioso y era autodidacta. No le gustaban ni Jane Austen ni las hermanas Brönte, porque las encontraba demasiado femeninas, demasiado sujetas todavía al matrimonio y a la aguja de coser. Ella aspiraba, en cambio, al conocimiento profundo, psicológico, sociológico y trascendente de una situación humana determinada en el espacio y el tiempo, y la percibía tan a fondo que necesitaba resmas de páginas para exponerla. En estos ensayos demuestra que era así mismo una fina teórica, como ya he señalado. En el más famoso de ellosi, Novelas tontas de señoras novelistas, hace precisamente el repaso de la literatura femenina de su siglo, que según parece era muy abundante, y os aseguro que nadie querría encontrarse bajo esa potente e inmisericorde lupa. Pero el mejor momento del ensayo no es el de la ironía, sino el de las conclusiones, que es adonde yo quería llegar aquí; sobre el papel de la mujer en la cultura, ella que estuvo a la altura del mejor de los varones, dice lo siguiente.

“Y la modalidad más traviesa de la tontería femenina es la modalidad literaria, porque tiende a confirmar el prejuicio popular contra una educación femenina más sólida. Cuando los hombres ven a las mujeres perder el tiempo charlando sobre sombreros y vestidos de baile, e intercambiando secretos amorosos entre risas, o a las madres de mediana edad descuidar a sus hijos para entretenerse con los mordaces rumores locales, no pueden evitar decir: «Por el amor de Dios, demos una mejor educación a las mujeres jóvenes; démosles mejores cosas en que pensar, mejores asuntos a los que dedicar el tiempo». Pero tras pasar un par de horas conversando con una literata del género oracular, o leyendo alguna de sus novelas, es probable que exclamen: «Cuando una mujer recibe algo de educación, ¡de bien poco le sirve! En vez de ascender al podio de la cultura, su conocimiento permanece en el estante de las adquisiciones; en vez de atenuarse hacia la modestia y la sencillez al ampliar su discernimiento y su saber, la mujer toma una febril conciencia de sus logros; diríase que lleva en la cabeza una especie de espejillo mental donde contempla su intelecto continuamente. En la mesa logra que a todos se les atragante el pan con sus preguntas metafísicas; durante las comidas se dedica a humillar a los hombres con sus aires de mujer enterada; y en toda velada ve una oportunidad para hacer catequesis sobre la cuestión fundamental de la relación entre la mente y el alma. Por si esto fuera poco, ¡atención a lo que escribe! Confunde la imprecisión con la profundidad, la grandilocuencia con la elocuencia y la afectación con la originalidad; si en la primera página se pavonea y en la segunda se exaspera, en la tercera hace burlas y en la cuarta sucumbe a la histeria. Puede haber leído a muchos grandes hombres y a alguna que otra gran mujer; pero le cuesta tanto detectar la diferencia entre su estilo y el de los grandes talentos como a un lugareño de Yorkshire le cuesta detectar la diferencia entre su inglés y el de los londinenses, pues el alarde es el acento nativo de su intelecto. No, por tanto. La naturaleza femenina es un terreno tan endeble y poco profundo que no se puede arar, y solo soporta una clase de cosecha extremadamente somera.

Es cierto que quienes llegan a semejante conclusión a partir de un análisis tan superficial e incompleto quizá no estén entre los hombres más sabios del mundo; pero no nos corresponde aquí rebatir su opinión. Solo queremos señalar que la suscita un buen número de mujeres que dicen representar el intelecto femenino. Creemos que esta opinión no la mantendrá un hombre que se haya asociado con una mujer poseedora de una verdadera cultura, cuya mente haya absorbido sus conocimientos, en vez de haber sido absorbida por ellos. Una mujer verdaderamente culta, como un hombre verdaderamente culto, será una persona más sencilla y menos molesta gracias, precisamente, a sus conocimientos; su cultura le permite juzgarse fríamente y opinar con algo semejante a un canon de las proporciones. Por tanto, no convierte la cultura en un pedestal desde el que ufanarse de ver a todos los habitantes y las cosas del mundo, sino en una perspectiva que le permite estimarse a sí misma adecuadamente. No declama poesía ni cita a Cicerón a la menor sugerencia; pero no porque crea que deba sacrificarse ante los prejuicios humanos, sino porque semejante modo de exhibir su memoria y sus conocimientos latinos no le parece instructivo ni cortés. No escribe libros para desconcertar a los filósofos, tal vez porque sabe escribir libros que les entretienen. Al conversar, es la mujer menos formidable del mundo, porque se entiende con los demás sin querer demostrarles que son incapaces de entenderla a ella. No reparte información, que es la materia prima de la cultura; reparte comprensión, que es su esencia más sutil.”



18 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page