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Queremos tanto a Homer




Hasta después del llanto más sublime siempre acaba uno por sonarse,

Heinrich Heine.


El hombre únicamente está en extasis cuando reza y cuando se afeita,

J. P. Hebel.

Óscar Sánchez Vadillo


Ese precipitado histórico que ha recibido el nombre de Occidente comienza y termina con un mismo nombre propio, que dicho en la lingua franca actual suena joooomer. El primero nos dio la cólera del pélida Aquiles, el último el resto de las humanas pasiones. El primero planteó exigencias, el último nos exonera de ellas. El primero fue y es un enigma, el último se expone a sí mismo. En realidad, lo único que les asemeja es su cualidad de símbolos construidos por nosotros, uno de un declive que se presenta como apertura, y el otro de una apertura que se presenta como declive. Alfa y Omega más enrevesado de lo que jamás imaginaron los más audaces y retorcidos teólogos, para entender cabalmente el "fenómeno Homer" en su postrera edición primero de todo hay que deshacer unos cuantos malentendidos nacidos del facilismo y la desatención, y, después, evaluar su verdadera importancia.


Porque Homer, para empezar, no es un dibujo animado: cualquiera sabe que los dibujos animados son “Rasca y Pica”. Tampoco Homer es un payaso más que está ahí para que nos riamos de él desde el sofa: cualquiera sabe, igualmente, que el payaso es Krusty, y menudo pajarrraco. Y, por último, Homer no es el consabido americano medio, que se parece mucho más a sus colegas Lenny o Karl. Por tanto, aunque las referencias dentro de Los Simpons (¿provendrá de “Simple”-son?[1]) podrían multiplicarse, siempre encontraremos un personaje o situación que las encarna o representa mejor que Homer -dado que ese mundo de Springfield es la auténtica Comedia Humana de fin de milenio. Y es que Homer, a la par de símbolo, es también una persona, y por eso es tan significativo y por eso le queremos tanto –nos referimos, claro, al Homer entrañable de las quince primeras temporadas, cuando era capaz de arrebatos de culpabilidad que le sacaban del limbo protector de sus peores defectos para exaltarle en fugacísima virtud, que luego una nueva hornada de guionistas nos lo estropearon (coincidiendo con el momento de la muerte de su doblador en España), desfigurándolo en mera sátira o parodia de costumbres[2]. Le queremos tanto porque no es un buenrrollista, ni un exquisito, ni un friki, ni tantos otros tipos humanos con los que queremos reinventarnos hoy el precario relevo de Occidente en la égida mundial. No obstante, puede ser todo eso también si se pone, pero mal, rematadamente mal, es decir, como una persona corriente cuando posa de algo. No, Homer no es ni el “último hombre” de Nietzsche ni tampoco su cacareado “Superhombre”, puesto que es demasiado obtuso para lo primero -¿o no?[3]-, y demasiado inclinado a la molicie para lo segundo. Si acaso Homer es una suerte de “bárbaro” de los que intuyó Alessandro Baricco, una víctima cómplice y feliz de la hipertrofia del espectáculo (en el sentido de Guy Debord) que representa sobre todo la televisión. No en vano, Los Simpsons nacieron cuando con el Muro cayó la penúltima realidad de Occidente, aquella que aún daba miedito por su pura materialidad inexorable de megatones cautivos; desde entonces, la representación pantallística de la realidad reina sin rival y el mismo Homer, desde luego, nada tiene de real (es absurdo pensar, por cierto, que nadie de verdad quisiera ser Homer en toda su vida cotidiana).


Sin embargo, y aún a riesgo de repetirme, Homer J. presenta la semiótica de una persona, al igual que Supermán presentaba la semiótica del ángel[4] o Gollum la del yonky. El espectáculo que consume -y por el cual es consumido- no se hace pasar por cultura, sino que es indiscutible basura que recicla en forma y figura de voluntad de necedad con la consecuencia de tropezón inevitable. Pero tiene voluntad, pese a todo, y no es en absoluto una persona triste, solamente ocurre que todas las líneas de fuerza del simulacro pasan a través de él sin filtro alguno y salen eyectadas de nuevo hacia la pantalla (y este es el sentido exacto en el que puede decirse con verdad que Homer es un personaje icónico de una serie de la Fox). Vivimos una extraña época o inter-época de lo que podrían denominarse “excesos moderados”, oxímoron con el que expresar que todo nos lo ofrecen prefabricado y en cantidad, menos que nos lo tomemos en serio y nos pasemos de listos. Él personalmente se lo cree todo a pies juntillas, no limitándose a disfrutarlo como hacen los intelectuales. Le queremos por ello, ya que es el chivo expiatorio de nuestra blanda y fofa hipocresía. Pero queremos también que no le suceda nada grave, y sería un terrible error hacer derivar su futuro hacia el espantajo o la tragedia. Porque, en definitiva, nos ofrece un futuro posible y una alternativa de vida para encarar el crack de valores -este sí, auténtico e incurable- del imperio global: nada menos que ladespreocupación y la mediocridad que ya practicamos convertidas en una opción consciente, deliberada y, tal vez, responsable. Como Homer, somos prisioneros del jardín estrictamente privado que pedían Epicuro o Voltaire, puesto que a nadie importamos personalmente y nuestro criterio no cuenta para nadie ni contará, pero a pesar de ello queremos que nuestra historia termine bien, aunque anónimamente –justo al revés de la elección del héroe Aquiles. En tales circunstancias, qué mejor que dejar que la gente de buena voluntad y mejores medios solucione, si la hay y efectivamente puede, los ingentes problemas del mundo, mientras que nosotros nos resignamos a no actuar pero tampoco molestar, que no es poco, por el simple medio de descreer de las ambiciones dementes de los poderodos y sus asociados. Un millar, varios millones, una legión de Barteblys pero con el alma de un niño bobalicón y la inteligencia práctica de un mono en su familia: como dijo Homer en una ocasión a propósito del alcohol, la pequeñez existencial como “causa, y a la vez solución, de todos nuestros males”. Más allá de él, más allá de Homer, que no es real, se insinua la última realidad de dejarnos llevar, sí, pero con los brazos cruzados, sin mover un músculo, pensando en otra cosa, Gandhis del pasotismo pequeñoburgués. ¿Que es un sueño de mierda, que como proyecto colectivo deja mucho que desear, que vaya esperanza de la desesperanza que nos sacamos de la manga? Bueno, sí, pero al menos no es de aquellos sedicentemente “mejores” que, so capa de “humanitarios”, terminan aprovechando astronómicamente a terceros a cambio de nuestros desengaños y final fatalismo[5].

Para todo ello reivindicamos el magisterio de Homer, del cual llevamos cada dicho y cada hecho en la memoria y consiguientemente en el corazón -puesto que “recordar”, como señalaba Gadamer, viene de “llevar en el corazón”. Él, su difícil familia (Maggie está muy lejos de ser la dichosa niña de Rajoy: seamos nosotros entonces la futura Maggie adulta), su alocada organización social y sus histriónicos miembros, nos enseñan a no pertenecer al universo de los intereses que en nada nos interesan, y cuando algo inexorablemente terrible traspase la burbuja de nuestra conveniente desinformación, que sólo nos quepa decir cosa tan estúpida e inútil como “¡mosquis!”.




[1] Otras impagables curiosidades de la serie -esta no- en la wikipedia. Una que tampoco se apunta allí es que Matt Groening estudió filosofía (a la americana, claro), y de ahí que se haya publicado un tonto libro relacionando ambas cosas que no vamos a leer cuanto menos hasta que se termine de decir aquí lo que se tiene y se quiere decir.

[2] Que es lo que son las series que posteriormente se han inspirado en él: no era únicamente esto, aunque fuera sin duda magistral. Así que del antiautoritarismo presente en Los Simpons no voy a hablar en estas líneas.

[3] Pues, en efecto, siempre cabe la duda de que Homer “se haga el tonto” siéndolo a la vez como aquel bravo soldado Schwejk de Hasek que vimos también en televisión, y en el que estaba mucho del Benigni de La vita è bella.

[4] Asimismo, Homer no tiene nada de ateo, simplemente entiende que el auxilio de las alturas procede primero de Supermán, como vimos en un episodio. O sea, posee una mitología (y sus guionistas no son nihilistas radicales).

[5] Imprescindible para analizar la imposibilidad de la buena conciencia en las clases medias occidentales el Cómo ser buenos del best-seller Nick Hornby, que debería ser obligatorio en tertulias literarias de los aún-no-Homer.

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