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Más de 25 años de “Tesis” de Amenábar




Óscar Sánchez Vadillo


Ann Radcliffe, escritora gótica decimonónica que de esto sabía un rato, distinguía entre “horror” y “terror”, haciendo ver que el horror es el miedo que nos inspiran acciones truculentas del pasado, mientras que “terror” sería más el temor que nos infunden las amenazas del futuro. Tesis, la opera prima de Alejandro Amenábar es un thriller casi perfecto que tiene algo de las dos instancias, de horror y de terror. Lo segundo es más claro. Hay terror en la peripecia propia de la cinta, por cuanto que se trata de un claro descensus ad ínferos por los pasadizos y criptas de la complutensina Facultad de Periodismo de la mano del más bufonesco y entrañable de los Virgilios, el Chema de Fele Martínez. En este sentido hay terror, en efecto, pero también horror, porque lo que Ángela va comprendiendo conforme se adentra en el negro corazón real del mundo -alegorizado en el cuento de Óscar Wilde “El enano y la princesa”- es que se han borrado las distancias de clase, y que ella, pijilla con buena conciencia, es idéntica a Chema, guarro que va de siniestro. Por ese motivo, en la escena central de la película (en el núcleo mismo, pues, de la pesadilla) Ángela decide combatir las tinieblas quemando su rebequita blanca de niña bien, consumando con ese gesto la muerte de su inocencia a la vez que renegando de lo que aquella presunta inocencia ocultaba en realidad.


Hay, también, mucho en Tesis del mito fundacional del subconsciente europeo moderno, que es el de Jack el Destripador. Bosco, el psicópata guapo, ha dejado un reguero de cadáveres femeninos a su paso de manera análoga, y en un número parecido, a como Jack desventraba prostitutas en Whitechapel. Es también, una escena de verdadera maestría cinematográfica cuando Ángela entra en el punto de mira de Bosco por el medio de ser encuadrada por la cámara maldita de éste. Sólo con ese truco, Amenábar ha hecho entender al espectador que Ángela está destinada a correr la misma suerte que las chicas anteriores, y que el dueño del artefacto es, aunque las espectadoras hetero no terminen de creerlo hasta el final, la mente diabólica que sobrevuela los macizos muros de hormigón de la facultad (como Voldemort en Hogwarts pero mucho antes de Hogwarts), en una argucia digna de Hitchcock. No obstante, el verdadero villano no es Bosco, sino su mentor, Jorge Castro, el hombre que predica que el mundo audiovisual tiene como única misión convertirse en mercancía de masas, sin reparo moral alguno. Lo curioso es que, en el presente caso, se podría decir que Alejandro Amenábar siguió obedientemente esa receta en esta gran película1, de no ser por la escena final. Esta, sin duda, trata de ser edificante, denunciando el fondo podrido del hombre-masa en las sociedades contemporáneas. Pero hay cierta trampa, ya que la propia película ha explotado esa veta a fondo, para luego pretender desligarse de ella…

(Muy gracioso y bien traído, a mi juicio, cuando el profesor comunica a la clase que el visionado de una película ha matado a José Luis Cuerda, y Chema, Fele Martínez, susurra por lo bajini: “española, seguro...”)




1 “Casi perfecta”, digo, porque se comenten dos impurezas narrativas, como las llama mi amigo Fran: Amenábar recurre a un fogonazo de flashback para que el espectador no se olvide de que ese garaje ya lo ha visto, y, peor todavía, lo del protagonista que ha retenido en su mano un cuchillo para cortar las ligaduras sin que el malo se percate está vistísimo y es más serie B y más tebeo que Flash Gordon y Tintín juntos.


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