
Óscar Sánchez Vadillo
Te sacudes las migas de la pechera y sigues comiendo el bocadillo. Cuando eres un niño ese acto tan mecánico no enturbia tu felicidad de fondo, siempre radiante, al contrario: tus padres te van a agradecer que te hagas esas pequeñas higienes tú solo. La gente sencilla crece y sigue quitándose las migas con un gesto ineluctable al que no le dan importancia, de modo semejante a como luego anuncian tranquilamente que ahora vuelven que se van a echar un pis. Las clases elegantes, en cambio, y los intelectuales, no orinan, sino que hacen la toilette, y no comen bocadillos, porque les ponen en la incómoda tesitura de soltar migas como las personas comunes. En el humilde pis, o en las blandas migas, creen que se les ve la mortalidad, que les delatan en tanto seres orgánicos que tarde o temprano van a criar malvas como todo hijo de vecino en un hoyo sin luz y sin compañía, y eso les molesta. No hay una poesía con “manchas de nutrición”, como pidió en una ocasión Pablo Neruda, en el mismo momento en que escribes la palabra “migas” ya la has elevado a otro plano, ya la has puesto a salvo de eso que nos mata, aunque nadie nunca lea el poema, ni seas tú ni por lo más remoto Pablo Neruda. De ahí que a las clases elegantes o a los intelectuales les tire tanto la poesía (cualquier forma de arte, quiero decir, también la ópera, el aparentar en el vestir o los buenos modales) no a ratos y a sabiendas de que es irreal, sino continuamente y fingiendo para sí mismos que es más real que la propia realidad. No obstante, eso que nos mata también nos da la vida, sólo que es la vida más básica, sin la cual todo lo demás es vano. También las conversaciones normales sueltan migas, y nuestra manera de caminar, y el tener arrugas o peinar canas. Las migas son la naturalidad de la existencia, esa que ningún arte puede aspirar a representar, ni siquiera las sucias botas de Van Gogh que tan reveladoras de inmanencias le parecían a Heidegger. Los dioses del Olimpo jamás soltaban migas, de ninguna clase, ellos se alimentaban de ambrosía y cuando hablaban lo hacían en hexámetros dactílicos, por eso son inmortales, por eso mismo no existen. Los seres humanos reales, en cambio, sí nos morimos, porque sí somos, y eso que somos se convierte en nuestro cadáver en migas de descomposición que se comen los gusanos (los gusanos son las últimas palomas a las que alimenta el viejo ocioso y olvidado), y se convierte en la extinción de nuestra alma en migas de recuerdos que los demás atesora divino, pero creo que con ello vino a caracterizar y ensalzar, por vía inversa y sin pretenderlo, la vida humana concreta, que consiste precisamente en esos engorros y aquellas migas, y que por eso termina por ser más meritoria y más digna que la de los dioses, puesto que ellos lo tienen todo servido en bandeja, fácil y regalado, y así cualquiera. Más razón tenía en esto, por una vez, Unamuno, que decía querer ser inmortal pero con gafas, es decir, que no le servía de nada un Cielo en el que estuvieran borradas, aniquiladas y hasta prohibidas las migas, la micción, los engorros y la miopía, entre muchas otras cosas banales pero irrevocablemente reales. Incluso escribió un poema a la inmortalidad de un perro, de un simple perro, porque ¿de qué me serviría un Dios que no se llevase al Cielo conmigo a mi perro, qué estafa sería esa de un Paraíso sin chuchos? Orson Welles, en Fake, justificaba también la necesidad del arte, sin excluir la necesidad de la falsificación en el arte, en que fuera de eso sólo nos queda la realidad, ejemplificada para él en un plato de sobras, en una tumba… Pues sí, señor Welles, tenemos el arte y también tenemos el plato de sobras y la tumba, y habrá que coordinar con sabiduría ambas cosas y no permitir que una se sobreponga o nos tape a la otra justamente porque la virtud del plato de sobras, de la tumba, están en que son radicalmente infalsificables. ¡A la porra los olímpicos, del tipo que sean!: los humanos vivimos y morimos de las prosaicas migas que deja nuestro paso, en forma de relaciones que se desgastan, de determinaciones que hemos olvidado, de entusiasmos que se apagaron, y de grandes momentos de arte, también, que sin duda se perderán en el tiempo, como lágrimas… en la ducha.n o se sacuden de encima con fastidio, pero que se les pegan y no pueden del todo evitar. Aristóteles escribió que la vida filosófica es aquella que se coloca a sí misma más allá de los engorros cotidianos que lastran la vida del mortal corriente para encaramarse a un modo de ser casi divino, pero creo que con ello vino a caracterizar y ensalzar, por vía inversa y sin pretenderlo, la vida humana concreta, que consiste precisamente en esos engorros y aquellas migas, y que por eso termina por ser más meritoria y más digna que la de los dioses, puesto que ellos lo tienen todo servido en bandeja, fácil y regalado, y así cualquiera. Más razón tenía en esto, por una vez, Unamuno, que decía querer ser inmortal pero con gafas, es decir, que no le servía de nada un Cielo en el que estuvieran borradas, aniquiladas y hasta prohibidas las migas, la micción, los engorros y la miopía, entre muchas otras cosas banales pero irrevocablemente reales. Incluso escribió un poema a la inmortalidad de un perro, de un simple perro, porque ¿de qué me serviría un Dios que no se llevase al Cielo conmigo a mi perro, qué estafa sería esa de un Paraíso sin chuchos? Orson Welles, en Fake, justificaba también la necesidad del arte, sin excluir la necesidad de la falsificación en el arte, en que fuera de eso sólo nos queda la realidad, ejemplificada para él en un plato de sobras, en una tumba… Pues sí, señor Welles, tenemos el arte y también tenemos el plato de sobras y la tumba, y habrá que coordinar con sabiduría ambas cosas y no permitir que una se sobreponga o nos tape a la otra justamente porque la virtud del plato de sobras, de la tumba, están en que son radicalmente infalsificables. ¡A la porra los olímpicos, del tipo que sean!: los humanos vivimos y morimos de las prosaicas migas que deja nuestro paso, en forma de relaciones que se desgastan, de determinaciones que hemos olvidado, de entusiasmos que se apagaron, y de grandes momentos de arte, también, que sin duda se perderán en el tiempo, como lágrimas… en la ducha
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