Óscar Sánchez Vadillo
Creo que es en La jungla de cristal: la venganza cuando en el momento en que la acción atrapa como un remolino a Bruce Willis este se encuentra viendo dibujos animados con una gran resaca. Ese tonto detalle es más que un mero detalle, y precisamente porque el guionista o guionistas seguramente lo pusieron en la película casi sin pensar es por lo que resulta tan revelador y de tanto valor. Las películas que llamamos malas son usualmente mucho más locuaces que las buenas, o de culto, al menos en lo que toca a ofrecer pistas acerca de aquellos elementos que en una cultura o un estilo de vida se auto-observan, como decía Niklas Luhmann, sin intención alguna de crítica político-social. Así, me parece, Regreso al futuro manifiesta mucho más sobre Estados Unidos que Z de Costa-Gavras sobre Grecia, y, de hecho, Z, que es muy buena, podría retratar perfectamente otros países de Europa o de Europa del Este, no así Regreso al futuro, que pasa por ser puro entretenimiento, pero que sólo podía haber sido rodada en EE.UU. en los años ochenta. Es, pues, un espécimen irrepetible, la expresión icónica de un hic et nunc del que formó parte y al que contribuyó a realzar, mientras que JFK de Oliver Stone, también muy política y muy buena -menos que Z, sin duda-, podría perfectamente ser una película a estrenar en el próximo 2025.
Pues bien, Bruce Willis viendo viejos dibujos animados de la Warner no sólo significa nostalgia de la infancia, también que el buen norteamericano modelo no se interesa por la política en profundidad, eso es tarea para los intelectuales tipo Arthur Miller, unos pelmazos de cuidado. Porque todo lo que un buen norteamericano debe entender sobre la vida está en los dibujos animados (destreza, corazón, júbilo, aventura, pureza, etc.), y no en un tratado absurdo de Marshall McLuhan que no sirve para nada. Los hombres de acción no necesitan pensar, por eso todavía tanta hay gente entre New York y California que piensa volver a votar a Trump, él mismo un cartoon con mala leche. Si Trump fuera un personaje de la Warner Brothers, Bugs bunny iba a pasárselo de miedo con él. Pero sus votantes no lo ven así, o es que en el fondo ellos saben muy bien que iban a ser una de las víctimas favoritas del conejo bromista -a algo así es a lo que Fredric Jameson denomina “el inconsciente político”. Pero es igual, yo sería el último en negar su derecho a votar lo que se les antoje, sin pedirles antes su ridículum vitae. Kamala Harris, en cambio, tiene todo el aspecto de una directora de High School, incluso de rectora de una universidad. De manera que lo que se juega en las elecciones de noviembre no es sólo un determinado rumbo político u otro, que seguro que no son tan distintos. Lo que se juega es nada menos que la imagen futura del país más poderoso de la historia de la humanidad. O colocan en el mascarón de proa de su portaviones a toda una rectora de Universidad -esperemos que pública-, suave pero firme, estricta pero sonriente, o a esa clase de matones que cuando éramos niños nos cogían el balón para colarlo en un tejado…
Desgraciadamente, Trump no es sólo Trump, es también lo que arrastra tras él, una suerte de complot internacional del que Trump es la cabeza más visible. Si Trump pierde estas elecciones, la trama de la ultraderecha mundial las pierde también. No creo que a Trump, a estas alturas de su vida, le importe ni mucho ni poco la política mundial: él sólo quiere sentirse un maldito ganador hasta su último suspiro. Trump no habita en el planeta Tierra, como nosotros, él vive en El Dorado, y el resto del mundo le trae sin cuidado. Lo que ocurre es que nadie ha sido capaz nunca de vivir en el dinero, porque es el dinero el que enseguida termina por vivir en ti. En los tiempos en que el vino se agriaba y la carne se estropeaba muy rápido porque no había neveras, las especias venidas de otras tierras estaban cotizadísimas, y a un hombre muy rico se le llamaba “saco de especias”. Eso es lo que es Donald Trump: un saco de dólares. Y, claro, los dólares no son educados, ni galantes, ni románticos, ni amables, aunque eso fuera lo que quiso hacernos creer Francis Scott-Fitzgerald en El gran Gatsby -por llevar, pienso yo, la contraria a Thorstein Veblen, que a la sazón seguía vivo.
En realidad, Trump no ha sido nunca tan ganador como nos quiere hacer creer, y de hecho la vez anterior fueron sus malas mañas, Putin y el rust bell del Medio Oeste los que le dieron la victoria por un margen muy apretado. Y también es cierto que aquellos cuatro años suyos no fueron tan malos para lo que cabía esperar de él, pero sin duda fueron histriónicos y de mal gusto. Hagamos de Trump otra vez un perdedor; o, dicho con otras palabras: Yes, We Kam…
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