Óscar Sánchez Vadillo
Hasta los años ochenta, Miguel Delibes siempre había publicado con la editorial Destino, que le tenía como su autor estrella. Año tras año conseguía vender más para esa editorial de sus títulos nuevos y viejos que todos los demás escritores en nómina juntos, noveles o consagrados. Sin embargo, para Los santos inocentes Delibes contrató con Planeta, seguramente porque esperaba una mayor difusión para lo que sabía que era oro molido, la más trascendental de sus obras. He leído (Pasando página, Sergio Vija-Sanjuán, precisamente en Destino) que cuando en Planeta recibieron el manuscrito y vieron que la totalidad del texto no pasaba de las 100 páginas, y pensando en el jugoso adelanto que habían abonado a Delibes, exclamaron, entre divertidos y compungidos: "¡Vaya, resulta que los santos inocentes somos nosotros!". Enseguida supieron que se equivocaban. Aquello era corto, brevilocuente y poco convencional, pero extraordinario. En mi opinión, la pieza más grande de la literatura española del s. XX, y probablemente entre las más relevantes de toda nuestra historia. Nunca el franquismo se ha llevado mayor varapalo artístico que con esta humilde novela sobre gente humilde. No pasaron ni tres años hasta que se estrenó la película de Mario Camus, también, por su parte, entre las mejores películas de nuestra cinematografía nacional.
Los santos inocentes remataba una cierta trilogía que Delibes había dedicado a la vida en el campo, tras El camino y Las ratas. Además de estas, otras novelas como La guerra de nuestros antepasados, Viejas historias de Castilla la Vieja, Diario de un cazador, El disputado voto del señor Cayo, e incluso no-novelas, como Castilla habla, Mi vida al aire libre o Un mundo que agoniza, entre las que yo he leído, dejaban muy clara la visión marcadamente roussoniana de Delibes, para quien el entorno rural educa al “buen salvaje”, y el mundo industrial, ciudadano y técnico, en cambio, implica la corrupción del hombre y su integración entre el “rebaño” de masas sumisas, alienadas y atomizadas. Delibes hubiese suscrito el lema helenístico, ese lema que lo mismo parecía valer para el estoicismo, el epicureísmo y el cinismo antiguos, y que dice que “no es más rico quién más tiene sino quien menos necesita”; de hecho, la mayoría de sus personajes “de pueblo” se sienten inmensamente ricos con sus intuiciones elementales acerca del tiempo atmosférico, la fauna local y el prójimo humano, a los que dejan ser como son -esto tal vez sea algo ingenuo referido a las relaciones sociales, sabiendo como sabemos de la afición de los lugareños de enclaves pequeños a entrometerse en la vida de los demás-, y para los que muestran un respeto en el uso y un uso del respeto realmente envidiable. Esto cambia substancialmente, no obstante, en Los santos inocentes. Porque en Los santos inocentes los refinados señoritos de la ciudad someten a su yugo a los sencillos habitantes del campo, en un juego dialéctico de dueño o sirviente o de Amo y Esclavo muy del gusto de Hegel y que en la novela termina abocando a la tragedia. Delibes, que nunca había planteado ni por lo más remoto la lucha de clases, encona aquí el enfrentamiento por motivos novelescos y de él resultan al menos dos víctimas directas, aunque netamente individuales.
El título mismo de la novelita también resulta esclarecedor. Precisamente porque Delibes circunscribe el conflicto a unos señores poseedores y a una familia y una tierra poseída, la solución que ofrece es más bien religiosa que social. De estos “santos inocentes”, parece decir, será el Reino de los Cielos, como en las Bienaventuranzas. No en vano, el señorito Iván, epítome de tirano del quiero-y-no-puedo, a menudo alude en el relato al “dichoso Concilio”, refiriéndose al Concilio Vaticano II, que había enfocado la atención del papado de Juan XXIII en la redención de los pobres y los desfavorecidos. Todavía en 1980, cuando redacta Los santos inocentes, Delibes pone su fe en estas ideas pese a que el ascenso al trono de Roma de Karol Wojtyla las está enterrando a pasos agigantados. Así, ocurre que la familia de Paco, el bajo (por cierto: Delibes se pasó por el rodaje de la película y afirmó que Alfredo Landa era el mismísimo Paco el bajo encarnado, aunque en realidad lo mismo se podría decir de Paco Rabal o de Juan Diego: están todos excelentes) apenas intenta escapar de su condición, y sólo tímidamente prueban a pedir que se enseñe las primeras letras a su hija, con el resultado previsible de tristeza y fracaso. Casi podríamos pensar que a Delibes le gustan tal como son, inocentes, aunque al tiempo y sin contradicción no le guste nada la actitud de los caciquillos de ciudad ni el entramado estamental del franquismo. En cualquier caso, se trata de una novela espléndida, desgarrada, insustituible, que aporta un testimonio válido para toda la humanidad y que a la vez recrea un mundo que “engancha” al lector como enganchan ciertas pesadillas emocionalmente muy convincentes. De sus aspectos literarios informa Francisco Umbral, Pacumbral, en un viejo artículo suyo donde finge un encuentro informal con Delibes en su casa -medio real, medio apócrifo-, y al hilo de la conversación con el vallisoletano opina lo siguiente:
Los santos inocentes ha resultado una película magistral. Lo mejor que daba en mucho tiempo el cine español. Mario Camus, de gran oficio artesano, está potenciado aquí por una historia excepcional. Lo que no ha descubierto el cine, en un siglo de vida, es que las películas funcionan cuando hay un escritor detrás. Los argumentos escritos en una cafetería, entre los cuatro amiguetes de la oficina de una productora, no funcionan nunca, por más estrellas que se le metan al reparto. El cine no es más que un heredero visual de la novela (de la novela clásica, de acción), y, en cuanto se sale de eso, se pierde entre el esteticismo y el oportunismo. Nadie puede hoy en España construir un guion tan sólido como Miguel Delibes, que no es guionista.
-Y tuve que ocuparme de los diálogos, que eran un error.
En Los santos inocentes, los personajes hablan justo y preciso, perfumados de color local. Hablan como Miguel Delibes ha hecho hablar a todos los campesinos de España.
-¿Cuántas escopetas tienes, Miguel?
-Una, y ni siquiera sé la marca.
Se nota que le molesta el tema, hablando conmigo.
-Lo normal -dice- es que un gran cazador cace con secretarios, de manera que siempre le tienen las escopetas preparadas, y caza las becadas por delante y por detrás.
Siendo mucho más que un realista, Delibes cubre y cumple los expedientes del realismo novelesco mediante la construcción de historias muy ajustadas, muy graduadas, muy eficaces y convincentes. Esto le hace especialmente. apto para el cine y las traducciones, ya que su fábula, cada una de sus fábulas, es un cristal tallado que pasa íntegro a las imágenes o a otro idioma. Más que ser nuestro último gran realista, yo diría que Delibes hace de tal, pues si algo caracteriza esa convención llamada realismo es la neutralidad/nulidad estética de la prosa, y los libros de MD se sustentan en un juego de lenguajes acertadísimos -el del campesino, el de la vieja, el del pequeño burgués, el del propio narrador- que posibilitan la credibilidad de la fábula y la enaltecen artísticamente. Se ha estudiado mucho, en el mundo, la severa construcción novelística de MD (realismo). Se ha estudiado menos el juego, igualmente preciso y severo, de sus lenguajes (lirismo), estructura léxica en la cual se sustenta verdaderamente la narración, ya que la narración mal narrada, no narrada, se borra sola (pues que nunca ha sido realmente escrita: se nos olvida), como tantas novelas incluso de Balzac.
Pero ese “juego de los lenguajes” está puesto al servicio de la realidad, una vez más, porque Delibes ha escuchado mucho a la gente y trata de transcribir lo que oye (donde más se acusa esta devolución es en La guerra de nuestros antepasados, quizá su segunda gran obra, a mi parecer). Es una noble causa para la literatura la que abanderó Delibes, aunque no siempre se pueda estar de acuerdo con sus postulados filosóficos roussonianos, y, al fin y al cabo, como él mismo decía…
Para escribir un buen libro no considero imprescindible conocer París ni haber leído El Quijote. Cervantes, cuando lo escribió, aún no lo había leído...
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