top of page
Buscar

Lectura de verano: "Más que humano"

Actualizado: 21 ago 2022




De lo uno a lo otro es el gran tema de la metafísica. Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación del segundo término. Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar: sub-siste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín con la fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en «la esencial Heterogeneidad del ser», como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno. Antonio Machado, Juan de Mairena 1, 15.


Óscar Sánchez Vadillo

Recuerdo un viejo artículo de Umberto Eco en El País donde defendía la validez de la narración para establecer -lo digo de memoria y con mis palabras- órdenes inteligibles incontestables. Es verdad, por ejemplo, que Humbert Humbert se casó con la madre de Lolita para acceder a ella, y no es verdad, o es incorrecto, que conociese a Lolita en un orfanato. Si nos cuentan la historia de esta última manera, podemos protestar: “¡no fue así, no fue así!”, por mucho que, en realidad, aquellos sucesos nunca tuvieron lugar, porque es un relato imaginario. De modo que las narraciones enseñan a la gente eso: que hay que respetar el sentido de una determinada historia, con sus correctos enlaces de causa y efecto, comprendiéndola tal y como se concibió, aunque ni siquiera sea propiamente real. Por tanto, y siguiendo a Eco, una narración es un saber no menos que una ciencia particular es un saber. Se puede saber, en efecto, que la molécula de agua es H2O, e igualmente se puede saber que Madame Bovary es adultera, sin que quepa lugar a dudas de que ambas proposiciones son correctas y demuestran un conocimiento cierto por parte del que las emite. Más todavía: hay casi una mayor necesidad lógica en el adulterio de la Bovary, puesto que era una joven guapa de provincias muerta de aburrimiento y lectora de novelas sentimentales a la que su soso marido no satisfacía, mientras que aquello de que la substancia H2O sea innodora, insípida e incolora jamás lo llegaremos a entender, puesto que de haber sido H30 no se ve por qué no podría haber sido igualmente transparente, refrigerante, potable, etc. De hecho, David Hume nos mostró de una vez para siempre que esa vacilación última es de suyo pertinente en el mundo aparentemente apodíctico y cerrado de las ciencias empíricas, y no en vano Hume es uno de los filósofos más citados, sin ir más lejos, en los escritos informales y humanísticos de Albert Einstein.


Sin embargo, ¿qué pasa con la narrativa de la llamada ciencia-ficción, que Umberto Eco no tocaba en aquel breve texto suyo? Porque precisamente la ciencia-ficción (o, por mejor nombre, literatura de anticipación), lo que propone es explorar las posibilidades vitales de un universo en el que, por seguir con nuestro caso, la fórmula de la molécula del agua fuera H30 -asimismo, en el E.T. de Spielberg, de manera similar, la dulce criatura forastera porta en su código genético la combinación de seis nucleótidos, en vez de los cuatro que hallamos repetidamente en la Tierra, como en un reflejo de la teoría de la “Panspermia” del descubridor del ADN James Crick. ¿Sería, también, por tanto, en otro ejemplo, correcto decir que las Legiones Sardaukar de Dune, los ejércitos personales del Emperador, son tan fuertes físicamente porque se crían en un planeta cuya gravedad es varias veces superior a la de los planetas vecinos de la galaxia? Desde luego que sí, habría que contestar, aunque ese conocimiento narrativo sobrepase las coordenadas de nuestro saber físico actual (e incluso fisiológico, pues hoy nos dirían que los órganos internos de los Sardaukar sucumbirían al peso), y eso es lo que, en mi opinión, hace grande a la ciencia-ficción. Los autores del género hacen suya la responsabilidad de resultar verosímiles allí donde no hay certezas, o las certezas están en contra, y piensan a partir de extrañas y originales hipótesis que convierten lo necesario en contingente y lo contingente a su vez en necesario. Porque, después de todo, Humbert Humbert o la señora Bovary bien podrían haber ocurrido en un entorno físico e histórico determinados que conocemos bien, pero el agua sobreoxigenada que me he inventado –y que, pongamos, hace envejecer mucho más rápido que la nuestra a los organismos que la ingieren-, el pequeño E.T. o los bizarros Sardaukar, aún siendo necesariamente lo que son en un plano ficticio, pero esencial, yacen, sin embargo, en una cierta suspensión probabilística en espera de confirmación en el otro plano, el plano existencial... Acabo de cerar Más que humano, de Theodore Sturgeon, un clásico incuestionable de la ciencia-ficción norteamericana de la denominada Edad de Oro (Asimov, Heinlein, Clarke…) en aquel país, y los norteamericanos son, sin duda, los que tienen el poder de decidir qué edades podemos distinguir y qué obras debemos leer dentro de un género del que se han apropiado tan abrumadoramente. No obstante, Sturgeon merece de sobra la excelente reputación que tiene, y Más que humano es un libro absorbente que se lee como en un sueño oscuro y del que es difícil despegarse hasta conocer el final. Los editores de hoy, que se han olvidado del distanciamiento brechtiano, siempre gustan de promocionar las cualidades adictivas de un texto, y este las posee en altas dosis, aunque me parece que su lectura resultaría un poco dura y hasta angustiosa para un best-seller de hoy. Sturgeon, que era amigo (creo que incluso discípulo, por así decirlo) de ese Chéjov de la ciencia-ficción que fue Ray Bradbury, solía abordar temas demasiado sensibles e incómodos para el público lector de los pacatos Estados Unidos de los cincuenta, pero en Más que humano se contiene y únicamente pone en el tapete el sentimiento universal de la soledad. Todos los personajes de la novela son extremadamente solitarios, constitucionalmente solitarios, lo que inviste al relato de un tono lírico que es infrecuente en la ciencia-ficción. Y los elementos de la propia ciencia-ficción, de hecho, se hacen de rogar, embebidos como estamos en las dificultades de comunicación de los protagonistas, mucho más profundos, a su manera, de lo que se nos presenta ahora como moda de “mutantes”, outsiders, “divergentes” y demás. Parece, ciertamente, que en la actualidad todo adolescente querría ser especial, mientras que en la fábula de Sturgeon todos lo son a su pesar. Ni siquiera un remedo de psicoanálisis, que en el relato aporta su factor de intriga, llega a curarles enteramente, y cada uno de ellos realiza su viaje de la oscuridad a la luz no sin sufrimiento y esfuerzo. Al término -no voy a destripar nada- una cierta interpretación quizá simplista, pero sin duda eficaz, de la distinción entre ética y moral da lugar a un desenlace inesperado que testimonia la fe de aquellos autores de la edad dorada en el destino de la Humanidad, lo cual en Sturgeon, más que razonadamente, se expone en términos singularmente poéticos. Con todo, tengo una salvedad de índole filosófica semejante a la que enuncia el heterónimo de Machado en epígrafe. Cuando Asimov, Clarke o Sturgeon plantean el futuro de la especie humana siempre lo entienden, casi sin pensarlo, como un destino de Unidad. De un modo u otro, imaginaban que el hombre terminaría por encontrarse consigo mismo, como en una especie de selfi cósmico o antropológico, formando una sola super-conciencia o hallando la armonía entre los individuos. “Pero lo otro no se deja eliminar”, escribía Machado, y existe una suerte de “incurable otredad que padece lo uno” que no parece que vaya a tener fin en la humana historia. Al contrario: podemos llegar a suponer que el devenir histórico mismo consiste en eso: en que lo Otro siempre reaparece pujante tras cada nueva reabsorción en lo Mismo, y se diría que con la aceleración tecnológica y la expansión global de los intercambios este proceso vaya a ir a más, en vez de a menos. Es cierto que irán surgiendo fuerzas, cada vez más poderosas, que trataran de homogeneizar lo diverso en su propio beneficio, pero eso o bien es ya periodismo del presente o bien es ya materia de una generación posterior de imagineros de la ciencia-ficción. Tematizar la “esencial Heterogeneidad del Ser” para la ficción científica como Antonio Machado la tematizó, a su manera, para la poesía: pienso que esa sí que podría ser una empresa literaria “más que humana” que Sturgeon y sus compañeros de época, grandes maestros todos ellos del género a los que verdaderamente da gusto leer todavía hoy, sólo alcanzaron a esbozar…

54 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page