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Honor



Óscar Sánchez Vadillo



El honor es algo que nadie te puede quitar si tú no se lo has entregado primero.

Rob Roy, Sir Walter Scott




Va un fragmento de una carta de Simone de Beauvoir a Nelson Algren:


A mí nunca me ha resultado nada fácil vivir, aunque siempre soy muy feliz, quizás porque deseo muchísimo ser feliz. Me gusta muchísimo vivir, detesto la idea de tener que morir un día. Además soy horrorosamente codiciosa: de la vida lo quiero todo, quiero ser mujer y quiero ser hombre, quiero tener muchos amigos y quiero gozar de la soledad, quiero trabajar mucho y escribir buenos libros, quiero viajar y pasarlo bien, quiero ser egoísta y quiero ser generosa…ya lo ves, es difícil tener todo lo que quiero. Además cuando no lo consigo enloquezco de furia.

No tengo ningún problema en proclamar aquí, donde nadie me lee, que lo que aún con la metástasis sin resquicio que ha supuesto la masculinidad sobre la historia del mundo, todavía echo de menos algo. Me parece completamente ejemplar y significativo el texto (creo recordar que este Algren fue el primer amante auténtico de Beauvoir, ya entrada la cuarentena de ella, porque Jean-Paul pasaba mucho de su gran amiga en este aspecto íntimo), precisamente porque omite ese algo. Una vez que la mujer se emancipa de su irrisorio -pero bastante protegido de las tropelías de los machos: esto generalmente no puede decirse a causa de las frecuentes y vergonzantes violaciones masivas habidas en todas las guerras- papel en la historia humana, comienza a pensar que lo se ha perdido es la felicidad, cuando me parece obvio que los varones han sido felices muy pocas veces. ¿De qué han vivido los hombres durante milenios, de lo cual, quizá, pudiera derivarse ulteriormente como producto secundario alguna felicidad, pero sin garantía alguna? Pues lo afirmo categóricamente aquí, a fin de perder amigas: del honor, primero, y del espíritu, después. El distinguido varón que ha poseído honor, como Ulises, el Duque de Alba o el ficticio Capitán Alatriste, no solía necesitaba más, en principio, y las mujeres de sus respectivas épocas no sólo lo comprendían, sino que lo fomentaban. A quien le faltaba honor -que, no me opongo, puede ser algo radicalmente asesino- podía tener en su lugar espíritu, como Platón, como San Juan de la Cruz o como Vasilli Kandinsky. Las mujeres del pasado, ya digo que a grosso modo, han reverenciado estas manías propiamente masculinas, nacidas seguramente de esfuerzos castrenses o religiosos. Tanto es así, que una vez más o menos liberadas (recordemos que De Beauvoir jamás dejó de considerarse la discípula y consorte de Sartre), de lo cual nos alegramos todos, las mujeres siguen sin compartir del todo esos valores de honor o espíritu, seguramente por considerarlos sospechosos, que sin embargo antes valoraban tan altamente en sus compañeros de vida. ¿Qué dice Simone en su carta, creyendo con ello pisar un continente nuevo? Pues que desea ser feliz, así de simple, que no es más que lo mismo que los hombres han prometido a las mujeres de alcurnia durante siglos en el trance de pedirlas en matrimonio. “Te haré feliz”, y ya. Pues vaya novedad, vaya aspiración más trillada. A la espera estoy, yo, que no soy nadie, de escuchar alguna vez a mis conocidas y amigas que sí, que quieren la felicidad, claro, y quién no, pero únicamente bajo estrictas e innegociables condiciones de honor intachable y rigor espiritual. El día que vea eso, en vez de bajo servilismo a la diosa Felicidad, juro que me retiro a un convento de clausura -sin doble intención lo digo


(El “honor”, insisto, mal entendido puede ser ciertamente asesino, y lo está siendo todavía hoy. Pero no era eso, en esencia, me parece a mí, en esencia consistía en no permitir a nadie bajo ningún concepto tratarte como si fueras instrumento suyo, en primera instancia y a la kantiana, y en segunda instancia no tolerar tampoco y jamás que interpreten tus principios como motivados por egoísmos espurios y repelentes).

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