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El beso de la mortalidad



No miramos hacia arriba porque no se nos ha perdido nada en las estrellas, todo lo que tenemos está tirado por el suelo. Ray Loriga, Héroes


Óscar Sánchez Vadillo Hoy es noticia el hallazgo de unos papiros egipcios en Mallorca que parecen testimoniar acerca de un anónimo autor de hace 4000 años que se encontraba acongojado por el destino de su alma después de la muerte (también hoy, lo cual es seguramente más valioso, se han encontrado en una biblioteca alemana profusas trascripciones de conferencias de Hegel, pero eso va para largo…) De entonces a ahora, los trashumanistas actuales parecen preocupados por lo mismo, aunque sólo sea por aquello de la injusticia aparente que creen advertir en que los ricos y afortunados tengan que morirse -lo dijo hace poco Antonio Banderas- exactamente igual, sino en la forma sí en el fondo, que los pobres y desgraciados. En mi opinión no lo han pensado bien, ni el uno ni los otros. La inmortalidad, como tal, es el nombre de la peor condena que se podría infligir a un ser vivo, y por ese motivo hasta los vampiros, los dioses griegos o Superman pueden morir cuando poco de muerte violenta. Porque imaginemos que no, que alguien recibiese el regalo envenenado de la invulnerabilidad absoluta, de manera tal que se le garantizase, quisiera o no, una vida inmortal. No hay palabras para dar a entender el horror que eso supondría. En realidad, sólo habría algo peor que una fatalidad como esa, que sería vivir para siempre sin poder jamás dormir, como el androide de El hombre bicentenario de Isaac Asimov. El Cielo y el Infierno de las religiones monoteístas incorporan este horror inconcebible -no poder huir ni descansar jamás de uno mismo ni del peso ilimitadamente creciente del pasado- como parte de su oferta de captación de clientela incauta, pero valiéndose de mil subterfugios teóricos y escenográficos que para sí quisiera el más imaginativo de los ocultistas. Los antiguos grecorromanos nunca fueron tan sádicos, como confiesa el propio Unamuno en El sentimiento trágico de la vida citando a Erwin Rohde: “una inmortalidad del alma humana como tal, en virtud de su propia naturaleza y condición, como imperecedera fuerza divina en el cuerpo mortal, no ha sido jamás objeto de la fe popular helénica” (Psyché, Die Orphiker, 4)” –Ediciones Folio, pág, 41. Ni del alma ni del cuerpo, en efecto, puesto que existir es algo tan intrínsecamente intenso (nada menos que sentir, pensar, preocuparse, planear, trabajar, estar pendientes, defender esto y lo otro, constantemente percibir: ser-ahí, en definitiva, como decía aquel) que no hay Dios que lo aguante ni cuerpo que lo resista. Tanto es así, que para resistir la eternidad sin agobio, e incluso con presunta serenidad y hasta gozo habría que estar situado a tal altura ontológica que únicamente la concepción teológica del Dios católico podría colmar esa desmesurada condición. No, sin embargo, la idea protestante de Dios (que es también, por cierto, la de Unamuno), que es la de un ser sufriente como el que más. Decir “Dios”, por tanto, equivale a decir, en un plano puramente conceptual, “eternidad en tanto que gozada” en vez de “eternidad en que tanto sufrida”, que sería más bien el contra-concepto cristiano del Diablo. Con todo, y como observó con profunda perspicacia Juan de Mairena, “un Dios existente -decía mi maestro- sería algo terrible. ¡Que Dios nos libre de él!”. En Amour, de Haneke, la anciana esposa repasa un viejo álbum de fotos familiar y susurra “pero qué larga es la vida…” Lo es, en efecto, y para comprobarlo basta con sondear en nuestros recuerdos. Un adolescente ha acumulado ya una cantidad tal de memoria y de sensaciones y emociones asociadas a ella que podría triplicar en tamaño los siete volúmenes de Proust si sucumbiese a la tentación de ponerlas por escrito. La inmortalidad es completamente insufrible para un ser humano no por el tedio que corroe el paso de los días, como afirmaba Schopenhauer, sino al contrario, porque cualquier vida corriente es de por sí tan profunda y difícil -hasta la del tonto del pueblo, como se decía antes; “se vive toda vida”, descubrió un joven Rilke- como para ameritar un retiro y un como largo descanso. Que sí, que los trashumanistas tienen razón al pedir a la ciencia una prolongación de la vida, pero yerran al suplicar, como nuestro Don Miguel, ese abismo sin fondo que es la inmortalidad. Durar y durar sin fin es una pesadilla inenarrable, de modo que, ya digo, habría que ser el propio Dios para arrostrarlo -y ni eso, en realidad, porque el Dios de la teología cristiana está fuera del tiempo, como el Eidos platónico, eso que Nietzsche denominaba precisamente “egipticismo”. Un ser inmortal llevaría siempre -¡siempre!- al cuervo de Edgar Poe clavándole las garras en el hombro, graznando a su oído hora tras hora, instante tras instante… (Él interrogaría desesperado al Destino, "¡¡¡¡¿Es que esto no va a tener jamás fin?!!!": and the raven says nevermore…)


Cuentan que cuando un médico anunció a una madurita Dotty Parker que si no dejaba de beber moriría en los próximos meses ella respondió, con su mordacidad habitual, “promesas, promesas…”

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