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El banquete de los atrabiliarios

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Francisco J. Fernández, El banquete de los atrabiliarios, prólogo de Vicente Serrano, Madrid, Plaza y Valdés, 2025, 178 pp., ISBN: 978-84-17121-16-7.

 

La obra de Francisco J. Fernández, El banquete de los atrabiliarios, invita a sus lectores a un festín del pensamiento, aunque no apto para todos los paladares. Su obra combina el diálogo filosófico con ironía, humor y erudición, proponiendo de este modo una exploración del lenguaje y la realidad que desborda los límites de una narrativa sencilla y convencional. El resultado es una obra que brilla por su originalidad, pero también desafía al lector por su deliberada falta de linealidad. El autor logra así un libro que, siendo profundamente filosófico, se lee con la sorpresa y el placer de una obra literaria.

Fernández presenta unas referencias muy cuidadas y abundantes. Entre ellas la influencia platónica brilla por encima del resto. Nótese que El banquete de los atrabiliarios no es sólo un título platónico, sino una obra que rememora el genial género ideado por Platón. Por ejemplo, el comienzo del libro recuerda al inicio del Banquete platónico, en el que Apolodoro se encuentra con un amigo que desea conocer cómo fue la reunión que tuvieron personajes célebres: Platón, Alcibíades y Agatón, entre otros. De manera análoga, la obra de Fernández comienza con él mismo convertido en personaje, quien casualmente se encuentra con Patiño, un amigo que estuvo cenando rodeado de un «cartel de lujo», por usar palabras del propio autor (p. 28). No obstante, el autor innova en cuanto a las capas de profundidad, pues Platón presenta un diálogo de tipo enmarcado (Apolodoro no estuvo presente en la cena, sino que el encuentro le fue referido por Aristodemo), mientras que Fernandez presenta a un Patiño que sí ha estado presente en la reunión atrabiliaria. Probablemente la innovación no sea casual, sino premeditada, pues un diálogo narrado permite ahorrarse las pesadas fórmulas del tipo εἰπεῖν ἔφη (dijo que dijo), tan usadas por Platón en los diálogos enmarcados. Esta estructura dialógica permite a Fernández explorar los límites del razonamiento sin abandonar el humor ni la ironía filosófica que sostienen la obra.

La narración del contenido también recuerda a Platón, al menos al Platón de los escritos juveniles, pues los temas discutidos son numerosos y complejos y, como suele suceder en los diálogos aporéticos, los derroteros dialécticos acaban a menudo en callejones sin salida. A esta ya compleja forma de desarrollar los contenidos, el autor añade además las intervenciones de los personajes de forma matricial, concepto clave para entender la obra.

Esta reflexión del pensamiento matricial frente al lineal puede verse desde las primeras páginas, ya que el autor propone un universo de reflexión donde lo cotidiano y lo metafísico se entrelazan sin jerarquías. Las conversaciones entre los atrabiliarios revelan que la realidad no se presenta como una línea continua, sino como una matriz de conexiones simultáneas. En una de las intervenciones más agudas, Nanna ironiza sobre la confusión general: «Los pobres están hechos un líote… En cambio, cuando juega el España, la pelota se convierte en una cosa lógica» (p. 164). La anécdota aparentemente trivial condensa uno de los ejes del libro: la necesidad de encontrar sentido, orden y belleza incluso en los espacios más dispares del pensamiento, pero no a través de un tratamiento lineal, sino matricial.

Así pues, Fernández permite que sus personajes respondan cuestiones lingüísticas y filosóficas tremendamente complejas de una forma en apariencia desordenada, pero que esconde tras sí una relación. Por ejemplo, presenta el tema de la arbitrariedad del signo lingüístico, formulada por Saussure (p. 22), y las argumentaciones de los comensales van desde Leibniz y Platón hasta anécdotas de Larramendi, llegando incluso a presentar algún que otro insulto otomano. Esta forma no lineal de presentar las argumentaciones permite crear toda una atmósfera que engloba el tema a discutir, pero también complica enormemente su comprensión.

El estilo de Fernández tampoco sigue una línea concreta, sino que alterna desde lo exuberante, con amplias frases, imágenes y un ritmo torrencial, hasta pasajes en los que la densidad conceptual es la absoluta protagonista y exige una lectura detenida. Por ello, no es un libro que se lea de corrido, sino que exige pausas, relecturas y cierta complicidad intelectual. Hay momentos de gran belleza, como la reflexión sobre lo real y lo imposible (p. 172), cuando Demetrio, uno de los atrabiliarios, afirma que «lo real es falso e imposible, pues no hay forma de hacer compatible que ser sea ser uno… y sea también haber muchos», reflexión que recuerda a los inicios del desarrollo de la lógica eleata.

El banquete de los atrabiliarios no es un libro para aquellos que buscan una planteamiento sencillo ante los grandes problemas de la filosofía y el lenguaje, sino para los que disfrutan de las preguntas más que de las respuestas, de la contradicción más que del dogmatismo y, en general, del pensamiento visto como un conjunto y no como un sistema dividido por especialidades.

De hecho, el lector no encuentra sistema alguno, sino simplemente una invitación. Fernández no enseña a pensar, sino que pone el pensamiento en movimiento. Cada diálogo y cada juego lingüístico abre un espacio donde la inteligencia y la imaginación se dan la mano, pero sin perder nunca la conexión terrenal que representa, sobre todo, el personaje de Nanna. Véase que los atrabiliarios, después de tantas abstracciones, desayunan churros (p. 175). Con este gesto, Fernández nos recuerda que toda metafísica necesita una toma de tierra.

 

Cristian Ruiz Fenoll

Murcia, 15 de octubre de 2025

 
 
 
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