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De la teoría crítica a la ética del discurso


Es un lugar común hablar de las tres generaciones de la Escuela de Fráncfort. La primera y fundacional abunda en figuras destacadas: Theodor Adorno y Max Horkheimer, pero también Herbert Marcuse o Walter Benjamin, por citar sólo los que han tenido una mayor influencia posterior. La segunda incluye a Jürgen Habermas, Karl-Otto Apel o Claus Offe. Axel Honneth, actual director del Instituto de Investigación Social, nombre oficial del centro, es la figura más destacada de la tercera. Entre quienes han mantenido relación con el Instituto valga citar a Hannah Arendt o ­Ernst Bloch.

Los primeros pensadores vivieron dos etapas diferentes. La primera va desde la fundación, en 1923, hasta la expatriación en la época nazi. Varios de ellos se establecieron en Estados Unidos tras un periplo por Ginebra, París y Londres. La segunda incluye la reanudación de los trabajos tras la II Guerra Mundial. En medio quedan los avatares de los exilios, con consecuencias tan distintas. Así, Marcuse, aunque falleció durante un viaje a Alemania, permaneció en Estados Unidos y su obra tuvo un impacto notable sobre los movimientos políticos de los sesenta. Benjamin murió en Portbou al intentar escapar del régimen nazi. Adorno y Horkheimer retornaron a sus trabajos en la “teoría crítica”, pero en sus obras posteriores hay un poso de amargura ante la evidencia de que la historia no era como habían imaginado y que la clase obrera no había actuado como muchos teóricos de la izquierda esperaban. En los primeros años se configuran las preocupaciones de la Escuela de Fráncfort, dominadas por la idea de un saber global. Cuando se funde la principal publicación del centro, Zeitschrift für Sozialforschung (Revista de Investigación Social), las secciones que incluye darán una perspectiva clara de los intereses: filosofía, sociología, psicología, historia, movimientos sociales, ciencia política, antropología, teoría del derecho y economía. Una parte de los trabajos se harán en contraposición a las corrientes neopositivistas, pero no es causal que uno de los movimientos más potentes del positivismo (el Círculo de Viena) propugne una visión del conocimiento que incluye una teoría unificada de la ciencia. Las diferencias no pueden ocultar la voluntad globalizante de ambas escuelas. En los ochenta, Habermas se convierte en “el referente europeo por antonomasia en el mundo filosófico”, afirma Adela Cortina en su libro La Escuela de Fráncfort. Crítica y utopía. Una idea que comparte Axel Honneth. Éste, en un diálogo con diversos estudiosos mantenido en Fráncfort en abril de 2005, decía de su antecesor: “Es tanto un teórico de fundamentos como un intelectual que busca incidir en la opinión pública”, y en 2009, con motivo de una charla impartida en el ­Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, insistía: “Hay muchos intelectuales”, pero “Habermas es de los mejores”. Habermas no abandona el marxismo, pero pone el foco sobre el proceso comunicativo entre iguales. La mayor parte de su obra hasta mediados de los noventa se centra en la llamada ética discursiva, base de una sociedad democrática de carácter deliberativo. El énfasis en el lenguaje es compartido por Apel. Con posterioridad, sin abandonar sus concepciones comunicativas, Habermas ha optado por el análisis de otros aspectos de la convivencia: bioética, multiculturalismo y, en cierta medida, la religión. Honneth no cree que este giro se deba a que Habermas ponga el pensamiento religioso en el centro del debate, sino que se deriva, en parte, de la evidencia de que el socialismo ha perdido fuerza como fuente de convicciones éticas y políticas a favor de, por ejemplo, la propia religión. Así, apunta Honneth, en Alemania se ha pasado de hablar de “una minoría turca a una minoría musulmana”. En la obra de Honneth el análisis del discurso pierde centralidad para desplazarse al concepto de “reconocimiento”. En su opinión, esta idea se ha asociado en los últimos tiempos con esquemas identitarios, pero él busca evitar la reducción del reconocimiento al ámbito cultural extendiéndolo a derechos más amplios derivados de los conflictos del trabajo. Por esta vía recupera dos nociones de los autores de la primera generación: la cosificación y la alienación. En el primer caso (percibir a las personas como cosas) insiste en que la cosificación no es un hecho que se derive directamente del mercado, pues éste reconoce a los individuos como sujetos capaces de firmar contratos. En el caso de la alienación, Honneth esquiva las conexiones vinculadas al psicoanálisis para insistir en lo que tiene de enajenación frente a nuestra propia naturaleza. En este sentido, él mismo señala las aportaciones al respecto de la obra de Rahel ­Jaeggi, profesora en la Universidad Humboldt de Berlín.


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