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Summertime…




Óscar Sánchez Vadillo



Here comes the sun, little darling. Las religiones arcaicas, incluso la filosofía arcaica, tenían razón. El sentido de una cosa proviene de la negación de su opuesto, y así, hay día porque no es la noche, hay sonido sobreponiéndose al silencio y tenemos verano porque hemos sobrevivido como auténticos campeones al invierno. No me dan mucha envidia -un poco sí…- esos “madrileños por el mundo” que han conseguido vivir todo el año en Trinidad o Tobago (chiste fácil: este topónimo lo dice todo…) montando cursos de buceo para los turistas o enseñando español a los delfines, a una temperatura constante de 28 grados sin apenas cambio estacional. Se han perdido el invierno, luego no aprecian el verano. Y no es que yo sea un puritano que piense que para gozar hay que sufrir previamente, sólo entiendo que la uniformidad es un muermo, y que para uniformidad sin límites ni resistencia alguna de diferencia y variedad ya tenemos la muerte. La muerte, por cierto, es como el regreso al trabajo de septiembre: sabemos que está ahí y que nos tendremos que adaptar a la fuerza a ello, pero justamente esa certeza hace dulce cada instante del verano, y justifica además la metáfora de la orilla de la playa: juego un poco a acariciar la orilla, entrando y saliendo, entrando y saliendo, pero sin penetrar demasiado, hasta el último insoslayable día en que me introduzco en la alta mar de septiembre o de la muerte. Vale que las vacaciones no son el mejor momento de hacer paralelismos con la Parca -para eso ya ha estado, para muchos, la salida de la selección del Mundial-, pero ojalá que la muerte sea como la temporada laboral, en el sentido de que al cruzar ese mar, por profundo, largo y desértico que sea, vuelva siempre a esperarnos al otro extremo una orilla… (También las religiones y filosofías arcaicas eran reencarnacionistas).

El caso es que el 24 de junio saltamos las hogueritas de San Juan, que ya cantaba Lope de Vega, y se nos entona el cuerpo de otra manera. Es el brinco que nos sitúa en otro modo de existencia, el de “me lo he ganado”, y ahora me cuelgo un collar de conchas, visto un pareo y me tomo un daikiri, aunque esto me sumerja en otra uniformidad inevitable y para colmo un poco ridícula. Se hace el ridículo con gusto en el verano, unos o unas exhibiendo los logros de la “operación bikini” y bailando en Ibiza hasta el amanecer y otros y otras mostrando los estragos de la “operación lorzini” y comiendo paella antes de la siesta. Todo verano debería ser verano del amor, aunque ya hayan pasado 51 años del primero, porque el amor consiste en desproducir la vida en general, y las vacaciones de verano en desproducir el trabajo asalariado del resto del año. El verbo “desproducir” no existe en ningún idioma, pero tendría que existir, para que de esa manera, conforme a la lógica de los opuestos, experimentásemos con mayor agudeza todo eso tan bestial que nos exigimos producir en la vida corriente y que interpretamos locamente como algo natural. Es verdad que el verano también genera maquinarias de ocio a las que nos ajustamos mansamente, pero si hay amor, que es el despilfarro de las fuerzas de uno en llenar de belleza a otro, entonces bienvenidas las maquinarias que expenden espacios-tiempos vacíos. El verano es tan católico, tan poco calvinista, que hasta el servicio de hostelería que sacrifica sus vacaciones por ganarse unas perrillas lo hace más contento, siempre que les dejen lucir en la faena una guayabera o un top. A mí lo único que me jode, con perdón, del verano es que se duerme mal, o se duerme con ventilador, lo cual no nos ocurriría si no fuésemos animales de sangre caliente. Por ahí, creo, deben de andar los adelantos biotecnológicos futuros, injertándonos un interruptor que permita cambiar a voluntad la sangre fría por sangre caliente, para tener menos frío en invierno pero tendernos al sol tranquilamente en verano como los lagartos, y si bien esto es una chorrada supina (como todo lo que los profetas del transhumanismo vaticinan hoy), díganme si los pobres africanos churruscados todo el año no lo iban a agradecer…

El Sol es un milagro, es el monoteísmo puro dentro de la catedral del sistema solar, es el horno divino en que se cuece la vida y también los europeos del Norte que vienen a nuestras costas a sacarse color. El verano es el culto ancestral al Sol, es el misticismo del Sol, pero como a toda deidad, al Sol sólo se le puede querer a distancia, o te carboniza con su majestuosidad, y la Tierra está precisamente a la distancia justa, y dentro de la Tierra, la península ibérica. En la playa o en la montaña, haciendo alpinismo o haciendo surf, hagamos el amor también al Sol (el sudor como agua bendita), celebremos la victoria sobre el invierno y oigamos, ligeramente ebrios, un cancioncita sobre las bondades del vacacionar…



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