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Nosotros, los marginales de las Humanidades, o de la misión de los (Un)happy Few…




We few, we happy few, we band of brothers…

Henry V, William Shakespeare


Óscar Sánchez Vadillo

Recuerdo que cuando leí La revolución copernicana, de Thomas Kuhn (que no diré que es un libro excelente, pero sí que es imprescindible), me sorprendió que en el prólogo se pidiese casi por favor mayor atención por parte de las instituciones educativas para el mundo de las ciencias y no tanta insistencia en el viejo latín, la literatura y las demás enseñanzas tradicionales. El libro de Kuhn es de 1957, que no es que sea el siglo XIX de las chisteras, las barbas y los monóculos, y sin embargo es para admirarse, efectivamente, del modo en que han cambiado las tornas en tan solo los últimos 60 años. Ahora, ya lo sabemos, son las Humanidades las que suplican por favor atención, mientras que la enseñanza de la ciencias se impone por sí misma en todas partes en nombre de su utilidad y de su carácter presuntamente objetivo. Gobiernos y empresas tienen buenas palabras para las Humanidades, claro está, pero no interés real alguno ni dinero contante y sonante para ellas, y los que se dedican a esas venerables disciplinas lo hacen como las proverbiales ovejas que van directas al matadero, a sabiendas de que forman una especie de hermandad residual de infelices en el doble sentido del término “infeliz”, o sea: desgraciaditos y encima ilusos…

Pero no tiene porque ser así, en realidad. La propia existencia de La revolución copernicana, si fuese leído en otras universidades además de en la de Filosofía, muestra que otra concepción de la educación en la cultura en general es posible. Hace unos días leí en un artículo amateur de una revista digital y que en lo demás apenas recuerdo una definición de la cultura que me impresionó, pese a que temo que es demasiado poco heterodoxa para calar profundamente entre los excéntricos de la cosa. Decía algo tan simple como esto: la cultura es el ensayo (o “el intento”, no recuerdo bien) de construir un sentido común. “En la era de la globalización”, añadiría yo a la frase, porque es hoy cuando la enorme diversidad de las opciones de consumo cultural a nivel planetario hace más necesaria que nunca la edificación de una cierta base común, de una especie de presupuesto básico de lo que podemos entender por cultura humana frente a la naturaleza desnuda, si es que tales entidades puramente especulativas tienen alguna realidad. Se trataría, únicamente, de una suerte de regla de juego global, tal vez no más que de una convención compartida, pero en la que, desde luego, no deberían ya entrar en consideración viejas dicotomías como las que, también desde los años cincuenta, distinguen radicalmente, como si de agua y aceite se tratara, entre cultura científica y cultura humanística. No cabe duda -o no me cabe a mí, al menos- de que es parte ineludible de la formación en Humanidades leer libros como el de Kuhn, e incluso otros más difíciles, porque no se puede ir por la vida creyéndose culto sin saber qué fue lo que hizo exactamente con la naturaleza Galileo Galilei. Pero, igualmente, es parte ineludible de la formación en Ciencias, las ciencias que sean, leer, por ejemplo, La ética protestante y espíritu del capitalismo, de Max Weber, porque, asimismo, no se puede ir por la vida creyéndose sabio sin saber qué fue exactamente lo que hizo con nuestras cabezas Juan Calvino.

A Richard Dawkins, sin ir más lejos, le ocurre algo parecido a esto y así va por el mundo vendiendo best-sellers donde, en mi opinión, se ataca la religión de una manera reduccionistay oportunista que a la postre no logra otro objetivo más que el de ofender a tres cuartas partes del planeta y ayudar a ir de sobrados sin mucho fundamento al cuarto restante. Ya le sucedió, al mismo Dawkins, que publicó en los años setenta El gen egoísta sin percatarse de que podía suponer un pretexto teórico perfecto para los tiburones de las finanzas y los partidarios de la desregulación salvaje, y es a esto a lo que quería referirme con la construcción de un “sentido común”, pero exactamente al revés. Una hipótesis más o menos afortunada como la del “gen egoísta” -que lo es más bien menos, en mi opinión, y por eso hasta su propio autor se desentiende desde hace mucho tiempo de ella- sólo sirve para crear división, inocular innecesarias visiones pesimistas del cosmos y justificar a unos cuantos tipos sin escrúpulos de un modo francamente irresponsable. De manera parecida, los últimos usuarios del latín, el clero vergonzante que todavía sufrimos en España, va por el mundo emitiendo sentencias acerca de la Igualdad de Género o de Cosmología y Astrofísica como si entendiesen algo de Sociología y Derecho, por un lado, o de Matemáticas y Física, por el otro, y en esto hay que darle la razón al vocinglero de Dawkins. Porque construir un sentido común verdaderamente público, si tal cosa es factible bajo el dominio de los medios de comunicación de masas y de las redes sociales adecuadamente domesticadas, pasa por saber, por ejemplo, de la necesidad de las matemáticas, o, cuanto poco, por saber qué tipos de matemáticas se manejan hoy, y también pasa, sin que entre lo uno y lo otro se alce ninguna absurda barrera infranqueable, por saber de la necesidad, con otro ejemplo, de la Sociología, o, cuanto poco, de saber que no se puede eludir el impacto en el contexto social concreto en que vive una comunidad de una ideología o de una teoría científica determinada. Y eso es lo que significa pensar...

De hecho, también por las mismas fechas de la publicación de El gen egoísta salía a la luz un texto que trataba de dar a conocer nuevamente lo que se denomina desde los años treinta “sociología de la ciencia”, titulado La vida en el laboratorio, la construcción de los hechos científicos, de los ahora famosos -más el primero que el segundo- Bruno Latour y Steve Woolgar. La sociología de la ciencia, aún siendo muy variada, lo que trata de mostrar fundamentalmente es que la ciencia la hacen humanos, y en muchas ocasiones, si no en todas, esta obviedad da lugar a resultados científicos que también son humanos, a menudo demasiado humanos, lo cual ya no resulta tan obvio de sostener a día de hoy. Este sólo un libro más de los muchos de esta corriente, pero en el prólogo del mismo (estamos de prólogos…) el patrocinador del experimento, llamado Jonas Salk, explica que permitió a los dos autores mencionados inmiscuirse en las actividades de su Instituto de Biología como observadores durante dos años por el siguiente motivo:


La cuestión final, puestos a sugerir que este libro es digno de la atención de los científicos, está en el puente que se tiende entre la ciencia y los científicos por un lado y el resto de la sociedad. La palabra “puente” no es muy adecuada y dudo que los autores la aceptaran porque pretenden ir mucho más allá. Una de sus principales afirmaciones es que no puede existir el mundo social por un lado y el científico por otro, porque el ámbito de lo científico es simplemente el resultado final de muchas otras operaciones que están en el ámbito de la realidad. Los “asuntos humanos” no son diferentes de los que los autores denominan “la producción científica”, y lo que pretenden principalmente es revelar cómo los “aspectos humanos” se excluyen de las etapas finales de la “producción de hechos”. Tengo mis dudas acerca de esta forma de pensar y encuentro en mi propio trabajo muchos detalles que no encajan en esta imagen, pero siempre me siento estimulado por los intentos de mostrar que las “dos culturas” son, de hecho, una sola.


También los promotores de la llamada “Tercera cultura” tienen dudas como las del señor Salk, y de hecho han terminado por inclinarse más por la cultura científica en detrimento de las Humanidades. Pero no se trata de contar culturas -una, dos, tres o veinticinco-, se trata de lo que decía Jonas Salk: de que los “asuntos humanos” no están ni pueden estar nunca excluidos ni siquiera de la tarea misma de la elaboración científica, por no hablar de las consecuencias ulteriores de su aplicación. Y de que hay que tender un puente, o como se le quiera bautizar, puesto que plantear a estas alturas que las Humanidades pudieran consistir en permanecer eternamente arrodillado ante El Quijote, La Crítica de la Razón Pura, la Quinta de Beethoven o el Guernica de Picasso es ridículo y paralizante, al igual que lo es pensar que las Ciencias obran al margen de toda consideración histórica y humana, como si trabajasen en el Limbo, o como si ni siquiera trabajasen, limitándose a atrapar leyes naturales verdaderas caídas del gracioso Cielo. Ya no hablamos hoy de Ciencia o ciencias, sino de Tecnociencia, y ya no hablamos hoy de Arte o Filosofía, sino de pensamiento. Y allí es donde creo que los “infelices” cultivadores de las Humanidades podríamos encontrar nuestro lugar bajo el sol del mundo actual, si es que todavía nos quieren con nuestros arcanos saberes y raras habilidades en algún sitio. Porque el puente no parece que lo vayan a tender fácilmente los científicos, que están muy a gusto en su pedestal y a lo más que condescienden es a practicar ocasionalmente la divulgación. Ni tampoco, parece, los gobiernos o las empresas, que tan solo desean trabajadores cualificados pero no problemáticos, que saquen dócilmente sus ansias de crecimiento sin límite adelante. La hermandad de las Humanidades, esa banda ociosa, en cambio, sí puede estar interesada en salir de su zona de confort puramente académica o estetizante y luchar por el reconocimiento de un sentido común cultural global que incluya una reflexión acerca del papel de las ciencias o la tecnociencia en la vida real de las sociedades contemporáneas.

Somos pocos, como decía Shakespeare, podremos ser pobres y desgraciaditos, hasta ilusos, pero en nuestras manos está tender el puente, o, mejor todavía, recordar el puente, puesto que antaño siempre estuvo ahí, como se puede comprobar por la presencia misma del libro de Thomas Kuhn y por lo que en aquel mismo texto se contaba. Ya no es cierto, como afirmaba en los cincuenta C.P. Snow, que el que sabe de la obra de Shakespeare no sepa nada de la Tercera Ley de la Termodinámica, y tampoco al contrario. En los periódicos, de hecho, o en las páginas de Internet, se informa con idéntica puntualidad de las novedades en el campo de las Ciencias como de las novedades en el campo de las Humanidades, y nada impide a alguien renunciar a castrarse a sí mismo y ponerse a leer sobre ambas (de hecho, a nadie se le ocurriría acusar a Aristóteles de intrusismo profesional por elaborar al tiempo una Física y una Poética). Los estudiantes no tienen por qué ser o elegir entre ciencias o no-ciencias, como si alguien te obligase a elegir entre ser tuerto de un ojo o del otro, bajo laamenaza de que serlo del científico ofrece una menor salida laboral; el intento de construir un sentido común público y global que comprenda la complejidad del mundo requiere de un uso completo de la visión…

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