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“Los asquerosos” o del eremita ateo




Óscar Sánchez Vadillo



La famosa novela de Santiago Lorenzo, que se publicó hace ya como cinco años, es uno de los libros más deprimentes que he leído en mi vida. No era ese, sin duda, el propósito del autor, ni mucho menos, se le nota a la legua que lo ha pasado teta escribiéndolo, y seguro que hasta lectores hay que lo han encontrado divertido. En realidad, yo también, casi siempre, puesto que pertenece a esa especie literaria -si es que es literaria, y no más bien de monólogo del Club de la Comedia, pero esculpiendo las frases- tan nuestra y tan actual en la que los recursos descriptivos se recrean onanísticamente en sí mismos y terminan por importar más que lo descrito, y donde el reto parece consistir en mostrar incesantemente musculatura léxica y, tirando de ella, si acaso golpear sin clemencia a toda pobre criatura que se cruce por tu alcoba ficcional. El narrador, así, se postula y se autoinviste como más listo y de mejor gusto que nadie, ya no narrador omnisciente, como dicen los filólogos, sino narrador omni-irónico, omnisuperior, omnifustigante (“omnívoros con el genital tapado”, denomina en cierto momento a sus congéneres el narrador), y el juego literario al que se consagra es nada menos que el de despellejar al mundo, mediante el uso armado y peligroso del adjetivo. Lorenzo en esto es un campeón, sobre todo porque ha elegido una diana fácil, en mi opinión: ese colectivo que llamamos despectivamente canis, chonis, los “chavs” de Owen Jones, la clase/mierda, esos seres humanos peculiares y exclusivos de nuestro tiempo que, como dice Lorenzo en boca de su protagonista, más que hombres son secuelas. Secuelas, claro, del consumo, de la publicidad, de las modas esotéricas, de la charlatanería pseudocientífica, de la horterada estética, de la idolatría tecnológica y ante todo de la religión terminal del “disfrute”, que es lo que nos ha quedado de culto espurio y mundano tras la muerte del Dios nacionalcatólico. Santiago Lorenzo dedica muchas páginas verdaderamente desopilantes a escarnecer la ordinariez y gregarismo de ese tipo de gente, párrafos y párrafos tan conceptistas como duros en los que se ceba y se despacha a gusto, para los que a veces hasta se inventa vocablos nuevos, inserta algunos cultérrimos o deforma los existentes a fin de consumar hasta las heces el holocausto verbal de sus antagonistas, el muy sádico, o el muy moralista. Busca con ello, por supuesto, la complicidad del lector, que si está como está ante su libro, que es un tipo de libro distinto de los que te promocionan en la tele, se supone que queda automáticamente exonerado de “mochufismo”, que es el nombre con que se califica aquí el estilo vital de esa chusma, de esa plebe a la que Lorenzo execra profusamente (porque, además, sabemos que el propio Lorenzo vive de modo semejante a su protagonista, practicando soledades en una casa situada en un pueblo perdido donde se hace sus cositas sin que nadie le moleste, entre ellas este libro atípico, casi más confesión filosófica en clave de burlaveras que novela propiamente dicha, ya que, por ejemplo, tan sólo tienen algún relieve tres personajes escasos).


Pero resulta deprimente, Santiago, coño, reconócelo. ¿Cómo se puede entonar el canto del cangrejo ermitaño, del caracol en su concha, del Narciso perdido enteramente en su espejo, sin ser un misántropo, sin entonar por antistrofa el odio a la humanidad, sin dinamitar los cimientos del contrato social? Decía Aristóteles que aquel que vive fuera de todo contacto social es una bestia o un dios, y este relato se decanta claramente por lo segundo. Manuel, el Robinsón rural, anacoreta obseso, es como un dios indigente para su tío, que le observa y sabe de él desde lejos. Como un dios o como un adorador de Dios, pero en este caso del Dios espinosista, que no pide ni exige nada, pero tampoco da nada, excepto, si aciertas a enfocarlo bien, beatitud… Pues bien, yo no me lo creo. No creo ni en la impasible beatitud espinosista, ni en la recoleta Nada divina del Maestro Eckhart, ni en la vuelta al útero de Santiago Lorenzo. Me creo mucho más, ya puestos, el tingladillo del famoso Thoreau: soy un místico, voy a vivir al campo en completa soledad dos años, pero mientras me escribo un libro muy cuidado, pasado ese tiempo me vuelvo y que se entere el mundo. Esto sí que es reconociblemente humano, sin ser per se demasiado mochufo -aunque sí, desde luego, fertilizador de futuras mochufadas-, y que es además lo que ha hecho, por cierto, el propio Lorenzo. Kafka escribió una vez: “en la lucha entre el yo y el mundo, siempre termina por vencer el mundo”. Aquí no, aquí vence el yo, un yo fanático de la soledad que no alberga ninguna esperanza positiva en la compañía humana, para el que no sirve ya el retruécano kantiano -y casi de Lorenzo- que dicta acerca de la “insociable insociabilidad” del hombre, y que constituye sin haberlo buscado un avatar literario del Übermensch de Nietzsche, nihilismo devastador incluido…

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