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Literatura de la pobreza, I: Grandes Esperanzas, Charles Dickens.




Óscar Sánchez Vadillo



No creo que Karl Marx escribiera nada específico sobre el humor, pero desde luego lo utilizaba, y seguro que conocería la opinión de Hegel[1] sobre la risa que vertió en sus escritos sobre Estética. Si para Hegel reírse de un chiste implica un cierto sentimiento de superioridad por haber comprendido la inteligencia de la broma, en tanto que, a la vez, la broma actúa como disolvente de un determinado modo de vida que comienza a declinar históricamente, eso me recuerda muy directamente las comedias de Óscar Wilde, que son contemporáneas de los últimos años londinenses de Marx. Allí, el público aristocrático o simplemente acomodado se reía de las debilidades y contradicciones de su propia clase social, que en términos de Marx era la clase dominante en Inglaterra, la primera potencia mundial de la época. Si ese humor hegeliano, por así decirlo, era el propio de las clases altas de aquellos años… ¿cuál sería el tipo de humor, entonces, de la clase oprimida, desde el punto de vista de Marx? No lo sabemos, pero se trataría sin duda de una visión más social del humor que la que se ha tenido en periodos anteriores, y Marx la situaría, como todo, en el contexto de la lucha de clases. Pero, como hay que imaginárselo, yo creo que sería la risa dirigida a quién se cree mejor de lo que es, el sarcasmo que baja los humos, la burla igualadora. Eso no estaba en Wilde, que yo recuerde, pero sí, por ejemplo, en Dickens, a quién Marx había leído mucho. Porque lo que hacían los personajes característicamente cínicos de Wilde era soltar ingeniosidades que demostraban que los ricos que presumen de encarnar nobles ideales en el fondo se mueven por bajas y rastreras pasiones como el placer o la vanidad, mientras que, en cambio, un obrero o proletario se reiría más bien de quién aspira a salir del fango y vuelve a caer en él, como sucedía en el Mr. Pickwick de Dickens (de hecho, un periodista que murió en 2009, Javier Ortiz, declaraba que fue la temprana lectura del Pickwick lo que le había coloreado políticamente a rojo…)

Si esta fuera la idea, me parece un enfoque del humor noble y sano: devuelve al farsante al seno de la comunidad de donde cree escapar, que es donde en realidad pertenece, al contrario que Wilde, que desenmascara con complacencia al favorecido en los verdaderos motivos individualistas de su fortuna. Las clases humildes son humildes, pero forman un grupo más o menos solidario; las clases propietarias son propietarias, pero sus miembros compiten entre sí. Creo recordar que las parodias socialistas del viejo programa de televisión la Bola de cristal eran parecidas: un electroduende cualquiera quería imitar a los capitalistas y terminaba escarmentado, porque no es ese el mundo al que irrevocablemente pertenece. Puesto que la lucha de clases -Klassenkampf-, como decía Marx, también es cultural -Kulturkampf-, cada clase social hace humor dentro de su ámbito y conforme a sus circunstancias, y la clase dominante, como esta situación de división incluso en los gustos dirigidos a la diversión le conviene para mantener su predominio, se limita a permitirlo. Por lo demás, para Marx y el marxismo posterior, la Revolución es cosa muy seria, desde luego, donde mueren todos los chistes, y por eso, en general, los comunistas son gente muy grave y circunspecta, enzarzados como están en una liza titánica por el Absoluto...

Pero volviendo a Dickens, en 1861 escribiría Grandes Esperanzas, su penúltima novela, donde su protagonista (no hay cuidado: voy a intentar destripar lo menos posible del argumento, por si alguien aún no conociera ninguna de las muchas versiones que se han hecho de la historia) comienza siendo un desgraciado huérfano maltratado por su hermana que vive en una choza rodeada de lóbregos marjales. A Dickens le encantan los huérfanos como motor argumental, primero porque, aunque él no fue huérfano, también se sintió maltratado en su niñez, y luego porque no hay nadie más rematadamente pobre que un huérfano, que por no tener no tiene ni padres. Pues bien, este chico recibe una fortuna imprevista de la que desconoce el origen, y lo primero que se plantea es usarla para convertirse en un caballero y casarse con una niña-bien que le trata como un perro. El resto de la novela versa, entre otras cosas, de averiguar si esta posibilidad es viable, es decir, si la movilidad social es posible en la era victoriana y qué es lo que se pierde o se gana por el camino. Digo “entre otras cosas” porque leer a Dickens siempre significa, además del propósito principal del relato, conocer gente. Y es en esa otra mucha gente que uno conoce leyendo a Dickens donde el autor vierte todo su vitriólico humor, dejando para los protagonistas un curso de acción más digno y usualmente sentimental. Hay gente con nombre y apellidos y hay también instituciones concretas que sufren la crítica mordaz de Dickens, como la muy respetable policía al poco de comenzar la novela, cuando se personan para investigar una grave agresión y hacen de todo menos ocuparse realmente del asunto:

Los condestables y los hombres de Bow-Street de Londres -porque esto ocurría en tiempo de la extinguida policía de los chalecos encarnados- estuvieron una semana o dos rondando por la casa, e hicieron poco más o menos lo que yo había oído contar que hacían esta clase de autoridades en casos parecidos. Detuvieron a varias personas que, evidentemente, no tenían nada que ver con el hecho. Se pusieron a trabajar con gran empeño sobre ideas equivocadas, e insistieron en querer adaptar las circunstancias a las ideas, en vez de sacar ideas de las circunstancias. Además, se pasaban horas enteras en la puerta de Los Tres Barqueros, con un aire entendido y reservado que llenaba de admiración a todo el vecindario; y tenían una manera tan misteriosa de beber que valía casi tanto como prender al culpable. Pero no tanto, porque a este no llegaron a detenerle.

También la ciudad de Londres, gigantesca y populosa capital del imperio, cae bajo el martillo crítico de Dickens, que la conocía palmo a palmo, y de este conocimiento extrajo esta opinión:

En aquel tiempo los británicos estábamos firmemente convencidos de que era una traición dudar siquiera de que nosotros éramos lo mejor del mundo; de otro modo, al tiempo que me sentía intimidado por la inmensidad de Londres, creo que habría tenido algunas dudas acerca de si no era más bien feo, tortuoso, estrecho y sucio.

Pero es en los personajes secundarios con nombres y apellidos, siempre numerosos en Dickens como digo, donde el lector encuentra solaz en la descripción satírica de aspectos y costumbres. Dickens no era ningún ingenuo, y no por estar de lado de los desfavorecidos se daba menos cuenta de que la mayoría de ellos no eran almas benditas castigadas por las calamidades de la vida, sino que, aun siendo estas calamidades fruto de un orden social injusto, sin embargo envilecen a muchas de sus víctimas hasta un punto que les convierte en irrecuperables. De manera que muchos pobres son tan poco salvables para el agudo sentido del realismo de Dickens como los propios ricos, y a menudo el transcurso del relato castiga a ambos por igual. No obstante, Dickens distingue normalmente entre los secundarios grotescos inofensivos y los secundarios grotescos peligrosos, aunque la gran novedad de Grandes Esperanzas está en que esta división se difumina como nunca. El propio protagonista, Philip o “Pip”, lejos de ser puro, es dolorosamente consciente durante todo el recorrido de su particular Bildungsroman de estar malográndose moralmente, pese a que Dickens haga que el motivo de su descarrío sea el amor y no la posición social. Su padrastro, un humilde herrero analfabeto con mucha gracia, se lo había advertido al inicio del relato: “Oye, Pip, lo que te dice un amigo verdadero: si no puedes dejar de ser ordinario, siguiendo por el camino recto, nunca lo conseguirás por los caminos torcidos.” Todo esto es muy genuinamente Dickens, quiero decir: narrar siempre un cuento de hadas realista, y este en particular goza incluso de casa encantada con bruja dentro, pero el fallo, la fisura realista en el marco mágico, reside en que la princesa del cuento es irremisiblemente una princesa rota. De manera que, al final -y esta novela peculiar tiene dos finales, que se editan juntos-, Pip sí consigue en cierto modo ascender socialmente, pero sin obtener el botín más deseado de sus desvelos. Dickens, en realidad, no le ha dejado muchas opciones, porque entiende que, tanto si escoge “caminos rectos” como si se decanta por los “caminos torcidos”, un huérfano desvalido debe ser fiel a sus orígenes, por lamentables éstos que sean, y Pip no puede serlo del todo si es que de verdad aspira a albergar “grandes expectativas” –que es el verdadero título de la novela. No sé si Dickens se percató cabalmente de que el mensaje social de la novela puede ser interpretado tanto en términos progresistas como en términos conservadores, puesto que Pip consigue salir del fango sólo en parte, lo cual alimenta la esperanza del lector de clase obrera, pero a la vez aprende que se debe al fango también en parte, en un giro muy marxiano tal como yo lo conjeturaba antes que sumerge finalmente la narración en la ambigüedad y la equidistancia.

Pero el humor es el humor y Dickens no lo abandona nunca. Para terminar, merece la pena recordar lo que Dickens puede hacer en beneficio de la risa del pueblo incluso con algo tan sagrado para el espíritu británico como el Hamlet de Shakespeare; aquí, en efecto, todo es burla igualadora:

A nuestra llegada a Dinamarca encontramos al rey y a la reina de aquel país sentados en dos sillones y sobre una mesa de cocina, celebrando una reunión de la corte. Toda la nobleza danesa estaba allí, al servicio de sus reyes. Esa nobleza consistía en un muchacho aristócrata que llevaba unas botas de gamuza de algún antepasado gigantesco; en un venerable par, de sucio rostro, que parecía haber pertenecido al pueblo durante la mayor parte de su vida, y en la caballería danesa, con un peine en el cabello y un par de calzas de seda blanca y que en conjunto ofrecía aspecto femenino. Mi notable conciudadano permanecía tristemente a un lado, con los brazos doblados, y yo sentí el deseo de que sus tirabuzones y su frente hubiesen sido más naturales.

A medida que transcurría la representación se presentaron varios hechos curiosos de pequeña importancia. El último rey de aquel país no solamente parecía haber sufrido tos en la época de su muerte, sino también habérsela llevado a la tumba, sin desprenderse de ella cuando volvió entre los mortales. El regio aparecido llevaba un fantástico manuscrito arrollado a un bastón y al cual parecía referirse de vez en cuando, y, además, demostraba cierta ansiedad y tendencia a perder esta referencia, lo cual daba a entender que gozaba aún de la condición mortal. Por eso tal vez la sombra recibió el consejo del público de que «lo doblase mejor», recomendación que aceptó con mucho enojo. También podía notarse en aquel majestuoso espíritu que, a pesar de que fingía haber estado ausente durante mucho tiempo y recorrido una inmensa distancia, procedía, con toda claridad, de una pared que estaba muy cerca. Por esta causa, sus terrores fueron acogidos en broma. A la reina de Dinamarca, dama muy regordeta, aunque sin duda alguna históricamente recargada de bronce, el público la juzgó como sobrado adornada de metal; su barbilla estaba unida a su diadema por una ancha faja de bronce, como si tuviese un grandioso dolor de muelas; tenía la cintura rodeada por otra, así como sus brazos, de manera que todos la señalaban con el nombre de «timbal». El noble joven que llevaba las botas ancestrales era inconsecuente al representarse a sí mismo como hábil marino, notable actor, experto cavador de tumbas, sacerdote y persona de la mayor importancia en los asaltos de esgrima de la corte, ante cuya autoridad y práctica se juzgaban las mejores hazañas. Esto le condujo gradualmente a que el público no le tuviese ninguna tolerancia y hasta, al ver que poseía las sagradas órdenes y se negaba a llevar a cabo el servicio fúnebre, a que la indignación contra él fuese general y se exteriorizara por medio de las nueces que le arrojaban.

Últimamente, Ofelia fue presa de tal locura lenta y musical, que cuando, en el transcurso del tiempo, se quitó su corbata de muselina blanca, la dobló y la enterró, un espectador huraño que hacía ya rato se estaba enfriando su impaciente nariz contra una barra de hierro en la primera fila del público, gruñó:

- Ahora que han metido al niño en la cama, vámonos a cenar.

Lo cual, por lo menos, era una incongruencia. Todos estos incidentes se acumularon de un modo bullicioso sobre mi desgraciado conciudadano. Cada vez que aquel irresoluto príncipe tenía que hacer una pregunta o expresar una duda, el público se apresuraba a contestarle. Por ejemplo, cuando se trató de si era más noble sufrir, unos gritaron que sí y otros que no; y algunos, sin decidirse entre ambas opiniones, le aconsejaron que lo averiguara echando una moneda a cara o cruz. Esto fue causa de que entre el público se empeñase una enconada discusión. Cuando preguntó por qué las personas como él tenían que arrastrarse entre el cielo y la tierra, fue alentado con fuertes gritos de los que le decían «¡Atención!» Al aparecer con una media desarreglada, desorden expresado, de acuerdo con el uso, por medio de un pliegue muy bien hecho en la parte superior, y que, según mi opinión, se lograba por medio de una plancha, surgió una discusión entre el público acerca de la palidez de su pierna y también se dudó de si se debería al susto que le dio el fantasma. Cuando tomó la flauta, evidentemente la misma que se empleó en la orquesta y que le entregaron en la puerta, el público, unánimemente, le pidió que tocase el Rule Britania. Y mientras recomendaba al músico no tocar de aquella manera, el mismo hombre huraño que antes le interrumpiera dijo: «Tú, en cambio, no tocas la flauta de ningún modo; por consiguiente, eres peor que él.» Y lamentó mucho tener que añadir que las palabras del señor Wopsle eran continuamente acogidas con grandes carcajadas. Pero le esperaba lo más duro cuando llegó la escena del cementerio. Éste tenía la apariencia de un bosque virgen; a un lado había una especie de lavadero de aspecto eclesiástico y al otro una puerta semejante a una barrera de portazgo. El señor Wopsle llevaba una capa negra, y como lo divisaran en el momento de entrar por aquella puerta, algunos se apresuraron a avisar amistosamente al sepulturero, diciéndole: «Cuidado. Aquí llega el empresario de pompas fúnebres para ver cómo va tu trabajo.» Me parece hecho muy conocido, en cualquier país constitucional, que el señor Wopsle no podía dejar el cráneo en la tumba, después de moralizar sobre él, sin limpiarse los dedos en una servilleta blanca que se sacó del pecho; pero ni siquiera tan inocente e indispensable acto pasó sin que el público exclamara, a guisa de comentario: «¡Mozo!» La llegada del cadáver para su entierro, en una caja negra y vacía, cuya tapa se cayó, fue la señal de la alegría general, que aumentó todavía al descubrir que entre los que llevaban la caja había un individuo a quien reconoció el público. La alegría general siguió al señor Wopsle en toda su lucha con Laertes, en el borde del escenario y de la tumba, y ni siquiera desapareció cuando hubo derribado al rey desde lo alto de la mesa de cocina y luego se murió, pulgada a pulgada y desde los tobillos hacia arriba.

[1]Que está resumida en la siguiente página, junto con muchas otras de filósofos ilustres de mano del nieto de Jardiel Poncela: http://humorsapiens.com/articulos-y-ensayos-de-humor/teorias-del-humor

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