El panfleto vuelve de la mano de un número creciente de autores movidos por el deseo imperioso de cambiar el aquí y el ahora
Puede que no haya en la cultura de Occidente un término más devaluado, gastado, rechupado, reseco, antipático y carpetovetónico que el de intelectual. Su pronunciación produce alergia y pocos escritores, incluso aquellos que más parecen encarnarlo (o precisamente aquellos que más parecen encarnarlo), se vindican como tales. Intelectual h Puede que no haya en la cultura de Occidente un término más devaluado, gastado, rechupado, reseco, antipático y carpetovetónico que el de intelectual. Su pronunciación produce alergia y pocos escritores, incluso aquellos que más parecen encarnarlo (o precisamente aquellos que más parecen encarnarlo), se vindican como tales. Intelectual ha pasado a ser un insulto, una cosa de viejos sesentayochistas con la próstata operada, gusto por los trajes caros, un marxismo residual y una sinecura ministerial o académica en cuyo despacho van amontonando premios y legiones de honor. A casi ningún escritor joven le atrae ser considerado un intelectual, término demasiado asociado a la autoridad y a la tribuna, a la comunicación vertical y de masas, en tiempos de tuiteros y horizontalidades. Ser intelectual equivale a exigir ser tratado de usted cuando todo el mundo hace tiempo que se tutea.
Y, sin embargo, contra toda intuición, su figura está volviendo en la forma más pura, la que más caracteriza al intelectual dogmático y moralista de la vieja escuela: el panfleto. También llamados manifiestos o proclamas o, si sus autores son modestos (un rasgo casi incompatible con la condición de intelectual), alegatos. En los últimos años, los escaparates de las librerías han sido tomados, como en acciones guerrilleras, por volúmenes muy finos de tipografía grande y gritona, que a veces llevan la preposición contra en el título, y contienen textos pasionales que no buscan tanto la reflexión del lector como levantarle de la butaca y sacarlo a la calle en un arrebato emocional de indignación. Desde que Stéphane Hessel recuperó en 2010 el género con ¡Indignaos!, el texto que millones de jóvenes europeos hicieron suyo, le han salido muchos cultivadores, casi siempre al calor de las crisis y de los debates políticos más urgentes. La situación en Cataluña ha llevado a dos figuras a sacar dos piezas guerrilleras. Fernando Savater ha escrito Contra el separatismo, mientras que Eduardo Mendoza lanzó un texto más divulgativo y menos peleón titulado Qué está pasando en Cataluña. Ambos cumplen los mandatos del panfleto: son breves, directos y buscan intervenir en la opinión pública, utilizando la autoridad de la firma. En ese sentido, son orgullosamente decimonónicos, dignos herederos del J’accuse…!, de Zola, pero solo el de Savater se atreve a presentarse explícitamente como un panfleto. Puede que no haya en la cultura de Occidente un término más devaluado, gastado, rechupado, reseco, antipático y carpetovetónico que el de intelectual El affaire catalán ha sacado los dientes políticos a muchos autores que, en otras circunstancias más aburridas y menos tensas, no sentirían esa necesidad tan aguda de tomar partido, pero no es, ni mucho menos, la mecha que ha hecho explotar esta nueva ola panfletera. Ahí está, mucho más reciente, la última premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales, Mary Beard, con su Mujeres y poder, compuesto en realidad a partir de dos conferencias sobre feminismo, un aliño bastante común en estos textos tribunos y peleones que surgen de artículos e intervenciones públicas. Las charlas TED, que han llevado la agit-prop a un entorno amigable, también han sido fuente de manifiestos. Sin dejar el campo feminista, la exitosísima narradora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie convirtió uno de esos espectáculos en un alegato superventas titulado Todos deberíamos ser feministas. Y, aunque excede (por extensión) los límites canónicos del panfleto para internarse en los mucho más vaporosos contornos de la autobiografía, Cómo ser mujer, de la británica Caitlin Moran, es uno de los textos de batalla más leídos e influyentes de los últimos años. En otros ámbitos políticos han surgido polemistas muy hábiles y valientes, como el filósofo francés Michel Onfray, que en 2016 publicó Pensar el islam, un opúsculo directo en el que cuestiona la política laicista de Francia y propone la nacionalización del islam. Y como la cultura nunca ha dejado de ser en el fondo un campo de lucha político, el italiano Nuccio Ordine triunfó con un alegato a favor de la cultura clásica y de las humanidades, en unos tiempos cuando menos difíciles para ellas. Se titulaba La utilidad de lo inútil. Estos textos se diferencian de los ensayos y de otros artículos de los mismos autores en que son piedras donde la frase directa sustituye al matiz. Incluso los más reflexivos no esconden que el escritor está animado por un deseo profundo e imperioso de influir en la sociedad, pero no en un legado para la posteridad ni de forma sutil: quieren cambiar el aquí y el ahora, intervenir políticamente. Los escritos de Fernando Savater y Eduardo Mendoza sobre la situación en Cataluña son dignos herederos del J’accuse…! de Zola Hasta hace muy poco (hasta 2008, en realidad), esta actitud era marginal y anacrónica. Triunfaba un descreimiento sobre la capacidad del intelectual para transformar el mundo e, incluso, sobre su propia pertinencia. Los tiempos del intelectual comprometido, vinculado explícitamente a una causa política a la que subordinaba incluso su obra más artística, pertenecían a un pasado tan ingenuo como casposo. Ni el cadáver de Pasolini, ni las arengas de Sartre ni los versos de Alberti tenían poder ni influencia sobre unas generaciones de escritores educados en una posmodernidad cínica y burlona de cualquier manifestación ideológica. Las tornas, obviamente, han cambiado, pero no sé hasta qué punto. ¿Cuántos de los autores mencionados aceptaría sin peros que los etiquetasen como intelectuales? No pocos preferirían otro nombre, porque el concepto sigue demasiado asociado al compromiso y a la militancia partidista, algo contrario a la mayoría de ellos, que solo escriben en nombre de sí mismos, desde una independencia que defenderían a dentelladas de cualquier intento de apropiación por un partido. De hecho, todos estos panfletos están escritos desde la soledad: exponen puntos de vista polémicos que no encajan bien con ningún ideario convencional y que suelen molestar por igual a extremos contrarios de la bancada política. Nada que ver con aquellos portavoces del comunismo o del liberalismo o de cualquier ismo tras cuya bandera desfilaban los intelectuales clásicos con orgullo y sin remilgos. Tal vez eso sea también un reflejo de unos nuevos tiempos políticos que no están condicionados por el corsé doctrinal de tradiciones izquierdistas y derechistas. Los escritores mencionados parecen émulos del viejo Émile Zola, pero solo se parecen a él en las formas y el oficio. En todo lo demás, se comportan como habitantes de esta aldea global e hiperconectada que no sabe qué hacer con el antiguo concepto de autoridad y que dialoga y grita a todas horas y en todas las direcciones posibles. El intelectual ha vuelto, pero es otro.
Ha pasado a ser un insulto, una cosa de viejos sesentayochistas con la próstata operada, gusto por los trajes caros, un marxismo residual y una sinecura ministerial o académica en cuyo despacho van amontonando premios y legiones de honor. A casi ningún escritor joven le atrae ser considerado un intelectual, término demasiado asociado a la autoridad y a la tribuna, a la comunicación vertical y de masas, en tiempos de tuiteros y horizontalidades. Ser intelectual equivale a exigir ser tratado de usted cuando todo el mundo hace tiempo que se tutea.
Sergio del Molino es periodista y escritor, autor, entre otras obras, de La España vacía y La mirada de los peces.
Fuente: https://elpais.com/cultura/2018/04/04/actualidad/1522834977_198416.html
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