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“Si al menos fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquella débil luz con que él la veía?” (Juan Rulfo, Pedro Páramo) Recuerdo una noche en que la luna se mostraba con toda su insolencia.
También recuerdo ese gran lucero único y exultante en torno a ella. La luz de la luna parecía acurrucarse en el barranquillo de mi pueblo. Era el mes de mayo y el aroma traído por la brisa nocturna, revelaba los más sutiles repliegues entre la oscuridad, del alma de ese bosque que permanecía callado entorno mío. Cuando el reloj de la iglesia del castillo advertía la hora de ir a recogerme con sus profundas campanadas, regresaba por el estrecho sendero a casa de mi abuela. No recuerdo ahora bien muchos de aquellos momentos vividos a una temprana edad, el tiempo parece querer ir envolviendo en el olvido los que fueron quizás los años más felices de mi vida. Igual que Pedro Páramo yo me pregunto — ¿Qué sucedería si esos recuerdos se apagarán cuando se apagara la llama de esta débil luz con que los veo? He trabajado mucho de voluntario con enfermos de Alzheimer en estado avanzado, y cada uno de ellos ha marcado una huella profunda en mí. Si tuviera que elegir un relato entre todos ellos, ahora mismo no podría, no sería capaz, de distinguir a alguno por encima del resto. Cada uno de ellos era una historia que se había apagado. Sólo algún familiar o una cuidadora me contaban algo de la vida de este o aquel. Que si este había sido guardia civil, que si aquel un misionero marianista, que si este había emigrado a Barcelona en su juventud y que volvió al cabo de mucho para llevar la vejez en su tierra, que si aquella estuvo casada con un marinero… Era un extraño interrogante, con esa extraña lógica, que me hacía muchas veces al salir de la residencia, un extraño interrogante acerca de la enfermedad, acerca de la muerte, acerca de esa mentira en esa materia tan delicada como es nuestra existencia y el sentido de esta. Recuerdo a un pintor de noventa y tantos años, me parece que su nombre era Francisco. Este había viajado mucho, se había dedicado a pintar y vender sus cuadros. Siempre lo pillaba contemplando el exterior, a través de los grandes ventanales de la residencia. El alma del artista parecía no querer doblegarse ante los barrotes del propio cuerpo, viejo y achacoso, que la tenía atrapada. Parecía querer escapar, como otras veces, al oscuro de ese bosque que se extendía delante de ella. O quizás, igual que el alma de Fray Luis de León cuando estaba en prisión, todas las tardes escapaba un tiempo para perderse entre las arboledas. El tiempo pasa de una manera implacable, el tiempo es desapasionado y desesperanzador. Tú vida está marcada por un espacio de tiempo limitado. Un límite que te impide abarcar mayor frontera en tu existir. El mismo límite que al final de la obra de Juan Rulfo: “El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida” La novela de Juan Rulfo nos va arrastrando del desconcierto a la sugestión. Cuando llega esa hora de la muerte el mundo donde has habitado se paraliza para siempre, en el mismo momento de tu último suspiro, en ese momento en que te desploma hacia la muerte, el mundo sucumbe contigo, Pedro Páramo en ese descenso de la vida aún nota como unas manos le tocaban los hombros: “—Soy yo, don Pedro — dijo Damiana —, ¿No quiere que le traiga su almuerzo? Pedro Páramo respondió: —Voy para allá. Ya voy. Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.” Es el mismo golpe seco que exhalamos al morir o al perder nuestra memoria. Aquellos enfermos de Alzheimer eran una vida con unas fronteras que se había cerrado antes de tiempo, su vida era una noche oscura, sin claros de luna, donde habitaba el olvido, igual que dice ese poema de Cernuda: “Donde habite el olvido, en los bastos jardines sin aurora; donde yo sólo sea memoria de una piedra sepultada entre ortigas sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. Donde mi nombre deje al cuerpo que designa en brazos de los siglos, donde el deseo no exista. En esa gran región donde el amor, ángel terrible, no esconda como acero en mi pecho su ala sonriendo lleno de gracia áerea mientras crece el [tormento. Allá este afán que exige un dueño a [imagen suya, sometiendo a otra vida su vida, sin más horizonte que otros ojos frente a frente…
Francisco José García Carbonell.
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