Óscar Sánchez Vadillo
Da mucho gusto, y la recompensa suele ser segura, ver a menudo cine clásico. Yo no sabía que había una película de amoríos entre Robert Mitchum y Shirley MacLaine (bonita, pero en la que él la utiliza a ella de antidepresivo), o que la primera aparición de Ava Gardner tuvo lugar en una de Clark Gable como publicista (el vaivén de melena más sexi de la historia del cine), o que el refinado Visconti había rodado un cuento de Dostoiévski que yo leí en la bañera hacer mucho con Mastroianni de víctima propiciatoria. Algo muy característico se perdió en el estreno de Star Wars en 1977, algo que yo llamaría “cine para adultos” y que después de aquella orgía de los efectos especiales y de evasión de la realidad se ve ya muy pocas veces, porque, en mi opinión, hasta el cine de Quentin Tarantino es neto cine familiar. Vuelves a esas viejas cintas -las tres que he mencionado son en blanco y negro-, y te sorprende descubrir la tremenda seriedad de sus argumentos, incluso cuando se trata de comedias. Desde luego que se hacían para exhibir al star-system de la época, y en este aspecto hubo mucha frivolidad en ello, pero lo que las estrellas debían adornar eras temas humanos candentes, frecuentemente delicados y abordados con profundidad1. Hoy, más debido al cine francés e italiano posteriores que al Hollywood Dorado (tengo la impresión de que la lección de aquella industria fue la de que la belleza conduce inexorablemente a la tragedia, dentro y fuera de los estudios, mientras que el Hollywood actual, incluso cuando trata de ponerse oscuro, lo que muestra ahora es que la belleza conduce sencillamente al triunfo2), resulta muy común escuchar la frase “yo voy al cine para entretenerme, para olvidarme de mis problemas, no para agobiarme con los de los demás”. Quien piensa así desde luego abona la banalidad de la cultura, y, me temo, el retorno del panem et circensis de Juvenal…
Ahora recordamos los cien años del nacimiento de Brando, y tan sólo mencionar La ley del silencio, de 1954, nos retrotrae a ese mundo en que el cine era espejo de la vida real, a la vez que la ensanchaba enormemente como aquella otra sala de espejos infinita de La dama de Shanghái. Marlon Brando, al que la España franquista apodaba “melón-blando”, un actor absolutamente convencido de su valía y del enorme magnetismo de su físico (aunque no era alto, 1, 74, leo en Wikipedia), atravesó -como Paul Newman y Al Pacino, creo recordar- el fuego del método Stanislavski en el Actor´s studio y prácticamente no pensaba más que en sus papeles (Truman Capote le parodió por ello en una entrevista escrita con franca mala leche) y según parece en el fornicio a pelo, ya que procreó 11 hijos oficiales, pero casi cien naturales -como su personaje en Rebelión a bordo, cuyo apellido aún se usa todavía hoy en la isla de Pitcairn- allá por los paraísos del Pacífico si hay que creer en la leyenda. Nunca comprendí bien el papel de Brando de hombre rudo y despótico en Un tren llamado deseo, yo estaba más de su lado que de la dulce florecilla que tenía por cuñada, aunque, claro, dicho todo con mejores modales -y conste que soy fan total de Tennessee Williams. Brando, además, era multirracial y metamórfico, como Anthony Quinn, y lo mismo podría fungir de mejicano robusto y mostachudo en ¡Viva Zapata!, que de romano clásico de flequillo ensortijado en Julio César (¡¡¡¡Pero Bruto sin duda es un hombre honrado!!!!), de nipón en la deliciosa La casa de té de la luna de agosto, o del mismísimo Napoleón, en Desirée -por no hablar de kriptoniano en Superman o del Diosysos de Nietzsche en Apocalipsis Now; por cierto que este suplantar otras etnias o fenotipos humanos hoy no sería en absoluto bien recibido…)
Si yo tuviera que pasar por el mal trago de decidir, de entre las más grandes y célebres películas, cuál es la mejor actuación jamás realizada elegiría, siendo en esto tan original como el look de Andrés Calamaro respecto de Bob Dylan, los seis primeros minutos geniales de El Padrino. He leído que Brando, al que habían admitido a regañadientes, no quiso memorizar su diálogo, de manera que iba leyendo las líneas correspondientes en post-it de la época colocados estratégicamente, como se hacía también con Marilyn. Sin embargo, Brando lo borda tanto que en seis minutos de nada ya se come la película entera y la siguiente también (Vito Corleone es el único personaje de la historia del cine que ha dotado de sendos óscars a dos actores diferentes). Hasta lo del gato parece que fue fortuito, digamos literalmente que se puso de parte de la buena estrella de Brando hasta el gato. Don Corleone acciona con sus manos en el momento justo, se rasca la cabeza en el momento justo, pone su brazo sobre Bonasera exactamente después de que este haya aceptado la sumisión, y mi instante preferido: cuando el mismo Bonasera poco antes le pide amistad, Brando hace un gesto improvisado de niño contrariado a punto de ceder que vale 5 estatuillas de esas…
Leí en una entrevista de El País semanal de hace muchos años, cuando Brando estaba metido en líos judiciales por uno de sus hijos, que su método para perder kilos era envolverse en papel transparente, ese que no deja pasar ni una micra de aire, y colgarse de los pies por un gancho del techo como si fuese un cerdo después de la matanza. Aseguraba que de esa manera la grasa corporal chorreaba por todo su cuerpo para caer al suelo, y que tenía que mantener los ojos cerrados para que no le entrase en ellos. Supongo que Marlon Brando fue eso, un dechado de extravagancias y seguramente un Narciso como la copa de un pino, como ya sugería Capote, pero su vida fue como lo que solía decir el humorista de stand-up Bill Hicks al final de sus actuaciones:
La vida es como una montaña rusa en un parque de atracciones, y cuando te subes piensas que es real porque así de poderosas son nuestras mentes. Hay personas que han estado subidas por mucho tiempo, y empiezan a pensar, “Oye, ¿esto es real? ¿es tan solo un paseo?”Se giran hacia nosotros y dicen: “No te preocupes; no tengas miedo, nunca, porque esto es solo un paseo”. Y cuando nos dicen la verdad… matamos a esas personas. “¡Silencio! Tengo mucho invertido en esta atracción. ¡Calladlo! Mirad mis arrugas de preocupación, mirad mi enorme cuenta bancaria, mirad a mi familia. Esto tiene que ser real”. Pero es solo un paseo. Y siempre matamos a las buenas personas que tratan de decirnos eso, ¿no lo han notado? Y dejamos a los demonios sueltos… Pero no importa, porque es solo un paseo. Y podemos cambiarlo por otro en el momento en que queramos. Es solo una opción. Sin esfuerzos, sin trabajo, basta de ahorrar dinero. Una elección simple, ahora mismo, entre el miedo y el amor. Buenas noches.
1Lo dicho vale para España, como en la inolvidable Pim, pam, pum... ¡fuego!, que data de la muerte del dictador.
2 Incluso en la reciente Dance First, el biopic más original e impresionante que haya visto yo jamás.
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