Oscar Sánchez
He triunfado en la vida: las niñas me saludan… No digo esto, claro, en plan Lewis Carroll, y mucho menos en modo Humbert Humbert. Lo que quiero decir es que hay días en que estoy pletórico porque pienso que tengo el mejor trabajo del mundo, ya que con él consigo, sin buscarlo, que chicas de 12 o 13 años me reconozcan con alegría y me echen un saludito infantil de cerca o de lejos. Los chicos también, los chicos también me llaman por mi nombre o me sueltan un “vaaaaamos, profe”, porque saben que me siento en la obligación de decir alguna parida a cambio, pero no es lo mismo, porque a los chicos lo que les ocurre más bien es que me agradecen que no sea duro con ellos en las notas y un poco también que el vacile no pare nunca, hay que darle cuerda siempre al vacile. Sin embargo, con las niñas es diferente, no porque sean futuras mujeres, o del otro sexo, que eso me importa un rábano. Es diferente porque su contento por verte es sincero, desinteresado, es como si me nombraran padrino honorífico, al saludarme, como si fuera por un instante de su familia. Los chicos, o niños, no, esos lo más que se les pasa por la cabeza es que te tomes una cerveza con ellos, o que les eches un pulso, cosas que nunca hay que hacer (bueno, excepto la noche de graduación de Segundo de Bachillerato…), para empezar porque les ganaría en ambas viriles competiciones –en el pulso les gano no tanto por fuerza muscular, sino porque les intimida tener enfrente un profe mirándoles fijamente a los ojos, eso sí lo he comprobado…
Esta mañana me dirigía a mi clase por los pasillos de mi instituto, que estrené el curso pasado. Está en mitad del campo, así que es grande y con amplios corredores. La disposición arquitectónica es tal que el centro de la edificación es un jardín en dos niveles, feo como él solo, pero que aporta sensación de gratuidad, ya que está ahí para nada, para adornar, para presumir de espacio. A eso, que es maravilloso, se suma que las aulas tienen amplísimos ventanales que dan al pasillo, no como la mayoría de los centros educativos, cuyos pasillos tienen puertas y unos ventanucos chiquitajos casi a la altura del techo. Me imagino que el motivo de esa opresión carcelaria u hospitalaria no es evitar el Panóptico de Bentham, sino hurtar a la mirada del que pasa lo que está sucediendo en cada aula. Yo, en cambio, y contra Foucault, prefiero el Panóptico, transverberado de luz. Caminas por el pasillo pasando de pecera en pecera y piensas que el ser humano ha hecho bastante bien las cosas, después de todo. Ya sé que los alumnos están muertos de asco allá dentro, oyendo hablar del Ciclo de Krebs, pero es fantástico, es un logro civilizatorio alucinante que treinta críos más o menos aseados, más o menos bien vestidos y que algo han desayunado estén ahí, aburridos, tomando nota sobre el funcionamiento del Ciclo de Krebs. En otros lugares del mundo profundamente más desafortunados estarían acarreando agua o haciendo recados a un tendero explotador. En vez de eso, están ahí tratando de asimilar a regañadientes el milagro de que el ser humano ha descifrado el secreto del metabolismo y se siente en el deber de enseñárselo a sus herederos y sucesores. Lo único que falla en esta celebración cotidiana es que ellos no sepan verlo así, que crean que el milagro de examinarse del metabolismo humano es un absurdo sin sentido, y no hay castigo bastante sobre la tierra para quien o quienes les hayan hecho entenderlo así a cambio de baratijas.
Desde luego, no es que a mi encante trabajar por trabajar. Preferiría quedarme en casa casi todas las mañanas, pero en cuanto me quito esa molicie de encima y piso el centro el fastidio desaparece. Me cruzo con mil chavales y conozco a la mitad de ellos. Tengo compañeros renuentes, claro, como yo mismo debo serlo también, pero ninguno hacemos nuestro trabajo mal aposta. Todos, uno por uno, nos metemos en esas peceras, y hacemos posible el prodigio. A base de broncas, de amenazas y de tensión, pero lo hacemos. Los niños salen de clase cada 50 minutos creyendo que no han hecho más que perder el tiempo, pero se equivocan. Han aprendido, les guste o no, y su vida ya nunca será la misma que si hubieran pasado ese rato lustrando zapatos o llevando maletas en un hotel. Camino por los pasillos y al pasar por las aulas, como las paredes son diáfanas (y las puertas verde lima), las niñas de 1º o 2º de la ESO me ven y me dirigen saluditos entusiastas. Tengo 50 tacos -como el tiempo de una clase- y no obstante unas niñas encantadoras, armadas de rotuladores fosforescentes, cuadernos en los que pintan flores en los márgenes, escuadra y cartabón, tal vez gafotas de montura dorada y toda esa parafernalia, saben que no supongo ningún peligro para ellas y me saludan porque recuerdan que nos llevamos bien en la última clase en que nos tocó juntos. Igual es que soy un cretino, pero a mi me parece gloria bendita…
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