
Óscar Sánchez Vadillo
El mantra que dice que se debe “disfrutar de la vida” o se autorefuta o es una obviedad. Es una obviedad porque ni el párroco más garrulo de una aldea medieval se ha creído nunca del todo que los nacidos, por decirlo con Hannah Arendt, hayamos venido a este mundo a mortificarnos y sufrir, pero llevado hasta la exageración el “carpe diem” horaciano es una iniquidad digna de bárbaros, pues si nuestros antepasados se hubieran dedicado tan sólo a divertirse el ser humano no hubiese inventado ni la rueda. Es decir, que es cierto que no se debe sacrificar a nadie innecesariamente -ni “necesariamente”, por supuesto-, pero sin personas que han liberado tiempo tanto de la labor como de los placeres para otras tareas hubiera sido imposible diseñar los avances que han conseguido poner a nuestro alcance más goces a costa de menos labor. La vida no está, entonces, únicamente para ser disfrutada, que es el reclamo de la sociedad de consumo para que creamos que se puede sacar algún gustillo o utilidad a las porquerías que nos venden, sino que también, y yo diría que antes, la vida está para ser empleada. La misma Arendt, que si no recuerdo mal escribió poco o nada sobre el espíritu de la fiesta (la secuencia del brillantísimo La condición humana debiera ser, en mi opinión, labor, trabajo, acción, pensamiento y fiesta, habida cuenta de que en la labor se incluye ya lo que hoy denominamos “cuidados” sin acabar de agotarlo del todo), estaría de acuerdo en que la vida, cada vida, debe encontrar su propio empleo, lo cual raras veces coincide con aquello en que “estamos empleados” y constituye nuestra profesión o trabajo asalariado. Sin embargo, ocurre lo opuesto, también según La condición humana: la modernidad occidental es ese periodo característico en el que toda “vita activa” se ha reducido al trabajo y en el que, como Arendt reprocha a Karl Marx, no sin admiración por sus restantes contribuciones, para colmo ese trabajo ha sido enteramente confundido con la vieja labor (En una “humanidad socializada” por completo, cuyo único propósito fuera mantener el proceso de la vida -y tal es desgraciadamente el nada utópico ideal que guía las teorías de Marx-, la distinción entre labor y trabajo desaparecería por entero; pág. 104, Austral). Lo cual tampoco sería tan malo, siéndolo ya mucho, si no fuese porque esa transformación no sólo ha acarreado una intensidad y frenesí inauditos en nuestra actividad laboral -a día de hoy sabemos que, entre unas cosas y otras, los medievales de los presuntos “siglos oscuros” haraganeaban más que nadie en nuestra historia-, también ha traído al mundo un hambre y una pobreza como jamás se había conocido, realmente monstruosa. En casa del herrero cuchillo de palo...
Marcel Aymé, que es apenas conocido en España y que en Francia pasa por ser más bien un dramaturgo y un humorista, publicó en 1930 lo que por entonces se conocía como una “novela proletaria”, La calle sin nombre. En ella, efectivamente, tienen lugar conflictos gravísimos entre diferentes sectores de la clase trabajadora, los patronos y hasta la mafia, grupos que en la novela poseen diferentes nacionalidades, pero cuya concreción es irrelevante porque Aymé da a entender que “la calle sin nombre” podría estar en cualquier suburbio de ciudad industrializada y la situación variaría muy poco:
En casa de Minche, una docena de hombres bebían ante el mostrador, apretados codo con codo. El patrón, con un pull-over y el cigarrillo en la boca, trataba de animar la conversación del grupo taciturno, pero los otros le dejaban hablar solo, respondiendo con signos y gestos, hostiles a aquel hombre gordo, lleno de dinero, que se quedaba en esta sala bien abrigada mientras ellos se exponían las espaldas a la lluvia, corriendo hacia la fábrica, donde les aguardaba el mismo trabajo que habían realizado la víspera, que tendrían que hacer mañana y pasado mañana, hasta el día en que cayesen en la camilla, con el cuerpo desecho y las piernas reblandecidas de vejez, para luego ir a terminar a un hospital o a la puerta de una iglesia, tendiendo la mano a los tíos bien cebados. Sarna de vida que tiene uno que pasar entre fatigas, con la inquietud de los azares adversos y hasta con el remordimiento de los pobres placeres de la chusma, saboreados sobre el mármol frío de una taberna sucia, después de haber sudado todo el día. (Traducción, dicen que no muy precisa pero sí rica y expresiva nada menos que de César Vallejo en Biblioteca de traductores, pág. 40).
No se disfruta gran cosa la vida con los que Aymé denomina “pobres placeres de la chusma”, que más bien fomentan el encanallamiento de la gente que su esparcimiento. De hecho, su esparcimiento es la otra cara de su encanallamiento, como cuando una chica prácticamente prostituida increpa a unos viejos encerrados en una casa: Con las puertas y las ventanas bien cerradas se cuidaban muy bien los viejos de responder, espantados y, a la vez, golosos de semejantes apóstrofes de odio, cuya obscenidad, infinitamente ingeniosa, azotaba y rascaba sus ardores seniles (Ibidem, pág. 48) Como escribiera poco después Simone Weil, un ser humano aplastado por le malheur -tal como lo utiliza Weil el término indica desgracia, miseria, depauperación y opresión, todo a la vez- siempre es “horrendo como lo es la vida al desnudo, como un muñón o una plaga de insectos”. Así, aunque La calle sin nombre, con ese título tan de la banda U2 de los ochenta (pero ellos lo enfocaban de modo positivo, incluso prometeico), es una novela excelentemente escrita y cuajada de incidentes interesantes, se entiende que los lectores se alejen de este tipo de relato que parece pensado para deprimirles. Sin embargo, hubo un tiempo en que grandes escritores como Zola o Gorki (y antes Dostoiévsky, Dickens, Tolstói o Gógol) entendían que la misión de la novela consistía en poner delante de las narices de la cultura de una época sus propias vergüenzas, y bien que lo consiguieron a gran altura. El arte era concebido a la sazón como “crítica de la vida”, en la expresión de Matthew Arnold, y no había mayor objetivo de crítica que las pésimas condiciones de vida a que habían arrojado a los simples trabajadores las promesas del positivismo y la revolución industrial. Todavía Marx, en un célebre párrafo de una carta, idealizaba el buen carácter de unos obreros a los que vio almorzando, gente sencilla, alegre, igualitaria tal como acertó a juzgarlo, entrañable y sana, para la que el filósofo esperaba el mejor de los futuros, nada menos que “un mundo por ganar”. Sin embargo, todavía hoy 3.500 millones de personas van a ser las víctimas de las desigualdades producidas por los daños ocasionados por el cambio climático, cuando precisamente son ellos los que, habitando en las zonas más pobres del planeta, son responsables de menos del 10 por ciento de las emisiones mundiales. Decimos habitualmente eso de que siempre pagan las consecuencias los mismos, y es totalmente cierto, pero ¿quiénes son esos “los mismos”, el llamado “pueblo”, o “la gente” o “la pleble” o “le canaille”? Michel Foucault, en “Poderes y estrategias”, entrevista que forma parte de Microfísica del Poder, tan sólo acierta a definirlo, o a aproximarse a ello, de modo negativo, tentativo y algo elusivo:
No es conveniente sin duda concebir “la plebe” como el fondo permanente de la historia, objetivo final de todos los sometimientos, núcleo jamás apagado totalmente de todas las sublevaciones. No existe sin duda la realidad sociológica de «la plebe». Pero existe siempre alguna cosa, en el cuerpo social, en las clases, en los grupos, en los mismos individuos, que escapa de algún modo a las relaciones de poder; algo que no es la materia primera más o menos dócil o resistente, sino que es el movimiento centrífugo, la energía inversa, lo no apresable. “La” plebe no existe sin duda, pero hay “de la” plebe. Hay “de la plebe” en los cuerpos y en las almas, en los individuos, en el proletariado, y en la burguesía, pero con una extensión, unas formas, unas energías, unas irreductibilidades distintas. Esta parte de plebe, no es tanto lo exterior en relación a las relaciones de poder, cuanto su límite, su anverso, su contragolpe; es lo que responde en toda ampliación del poder con un movimiento para desgajarse de él; es pues aquello que motiva todo nuevo desarrollo de las redes del poder. La reducción de la plebe puede hacerse de tres formas: por su sometimiento efectivo, por su utilización como plebe (cf. el ejemplo de la delincuencia en el siglo XIX), o cuando ella se inmoviliza a sí misma en función de una estrategia de resistencia.
Partir de este punto de vista de la plebe, como anverso y límite del poder, es en consecuencia indispensable para hacer el análisis de sus dispositivos; a partir de aquí puede comprenderse su funcionamiento y sus desarrollos. No creo que esto pueda confundirse de ninguna manera con un neopopulismo que substantificaría la plebe o con un neoliberalismo que cantaría sus derechos primitivos.
(Ediciones La Piqueta, pág. 167)
Se entiende, en fin, que ya no resulte tan sencillo como antes proclamar aquello de “¡Proletarios del mundo, uníos!”...
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