Óscar Sánchez Vadillo
Uno apostaría que Heinrich Heine era el único que se divertía en el s. XIX, pero, desde luego, es una impresión completamente falsa, ante todo por dos razones. La primera, y más evidente, consiste en señalar que la gente corriente, el "pueblo llano" como decían antes, suele hacer lo posible por divertirse, sean cuales sean las condiciones de vida que les hayan sido impuestas. "Bailar en cadenas" es una expresión de Nietzsche que bien pudiera aplicarse mejor a los simples obreros o pobres asalariados para los cuales el filósofo atesoraba todo su desprecio que para esos majestuosos ultrahombres que él esperaba sembrar para el futuro. Además, en el exclusivo mundo de las letras también se divertía por entonces Thomas de Quincey, como se divirtió poco más tarde Charles Dickens, y como se divirtió a final de siglo la pluma afilada de Mark Twain. La segunda razón es más sutil, y precisa de una mayor erudición. Porque aunque Heine gozó verdaderamente en la confección de sus poemas y en la redacción de sus heteróclitas prosas, también sufrió lo suyo, instilando este sufrimiento en la fuente misma de sus alegrías, como quien pintara un airoso lienzo del atardecer mezclando en la paleta diversos tonos de vino con el color de su propia sangre.
Devenían tiempos convulsos en Europa tras saldarse las consecuencias de la Revolución Francesa, y más si eras alemán. Heine, que afirmaba haber visto en persona a Napoleón, fue muchas veces tachado de anti-alemán por entender que su nación yacía postrada en el feudalismo mientras que la gloriosa Francia todavía exhibía rebrotes revolucionarios en 1830 y en 1848. De hecho, cuando Heine decidió marcharse de Alemania debido a la censura, los escándalos y finalmente las prohibiciones que se cernían sobre su obra, escogió el país galo como dorado exilio del escritor comprometedor (puesto que, más que comprometido, Heine era irritantemente comprometedor...) Allí recibió un subsidio del gobierno, conoció a grandes literatos e incluso tuvo tratos amistosos con Karl Marx: se sentía en la gloria, cortejaba a las mujeres francesas y más o menos publicaba lo que le daba la gana. Sin embargo, echaba de menos su patria, en el doble sentido romántico de añorar sus paisajes y desear para ella un pronto cambio político. Además, Heine, en este aspecto, tenía el alma dividida, al igual que le ocurría con los amores: por un lado, anhelaba fervientemente el triunfo de la revolución, de una revolución definitiva cuanto poco a escala europea que sacudiese al mundo de su secular modorra; pero, por otro lado, le daba miedo que fuera a ser la revolución de los "filisteos", es decir, de las masas sin cultura y desprovistas de intereses humanísticos elevados.
Y así pasó su vida, siendo el mayor best-seller poético de su tiempo en la estela de Lord Byron y a la vez queriendo ser más que eso, como él mismo escribió en sus Cuadros de viaje hacia Italia, compuestos entre 1828 y 1830, que es el último de sus libros en prosa que he leído:
No sé en verdad si merezco que se adorne mi féretro con una corona de laurel. La poesía, aunque la adoro con toda mi alma, fue siempre para mí un juguete sagrado, un medio santo para fines celestes. Nunca le di gran valor a la fama poética, y poco me importa que se aplaudan o se censuren mis versos. Lo que debéis poner en mi féretro es una espada: que he sido un valiente soldado en la guerra libertadora de la Humanidad.
Esa espada era la espada de su sátira, que muchos temían y no sin motivo. Si estabas en el punto de mira satírico de Heine, fueses persona, institución o país (pero especialmente si eras un mal poeta...), podías echarte a temblar. Esa actitud, que mantuvo hasta el final de su vida, le costó no pocos disgustos -algunos en forma de duelo al amanecer y otros en forma de pérdida de oportunidades-, pero formaba parte también de su lira y, para no engañarse, también de su autocomplacencia personal, o sea, de su manera de divertirse consigo mismo. Heine era enteramente sabedor de que era un escritor magnífico, y no le importaba usar esa capacidad también para ensuciarse con lo más abyecto de la realidad. Si hay que ensuciarse, que sea con inteligencia y con lirismo. Es en este sentido que a veces Heine ha sido considerado el máximo exponente al tiempo que el enterrador del Romanticismo. Yo no creo que Heine entierre más que lo que el Romanticismo tenía de pegajoso, de dogmático y, en fin, y como lo llamaba Antonio Escohotado (para oponerlo al espíritu comercial, que denomina "prosaico", y la familia de Heine quiso hacer de él un comerciante), de patético-enfático. Lo mismo, no por causalidad, que Hegel quiso para la filosofía, y Heine en su juventud fue un ardiente discípulo de Hegel. No, yo creo más bien que Heine practicó un romanticismo autoconsciente, es decir, que no renunciase a romantizar el mundo y el amor pero sin ignorar que ni el mundo ni el amor son de por sí románticos. Volviendo a Nietzsche, que estimaba mucho a Heine, sería algo así como lo que el filósofo enunciaba con la fórmula "soñar sabiendo que se sueña"; pero soñar es un acto libre y humano de rebelión contra las inercias de la naturaleza, tan libre y humano como lo fue la propia Revolución Francesa, y de ahí que Heine se resistiese a abandonar el Arte al albur de lo que los socialistas del este u otro lugar quieran o sepan hacer del él. Si hay que defender los derechos humanos del pueblo, ¿por qué no defender mejor, como escribió en una ocasión, "los derechos divinos de la Humanidad"?
Naturalmente, sus adversarios, pero sobre todo sus compañeros ideológicos, que molesta más, calificaron este proceder de oportunista, inmoral y falto de carácter. Heine resultaba demasiado aristocrático para los jacobinos a la par que demasiado mundano para los románticos, justamente como le ocurriera antes a su admirado Goethe -quien, por cierto, dijo de Heine ya en su vejez que "si deja de ser un golfo, llegará a ser el mayor poeta que nunca haya existido". A propósito de esa especie de tierra de nadie intempestiva y fronteriza desde la que Heine escribía y peleaba, y de su derecho nativo a habitarla, pueden considerarse programáticas las siguientes palabras:
La vida ni es un fin ni es un medio; la vida es un derecho. La vida quiere hacer valer su derecho contra el anquilosamiento de la muerte, contra el pasado, y la forma de hacerlo valer es la revolución (...) El fanatismo de los bienhechores del futuro no debe inducirnos a poner en juego los intereses del presente, ni el derecho humano que hay que defender ante todo: el de vivir.
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