El fantasma de la deíxis, Francisco J. Fernández, Ed. Algorfa
- filosofialacalle
- 22 mar
- 9 Min. de lectura

Ortegatopadizamente, me quedo en aquel lugar donde, a decir de Pessoa, ya no se siente.
Fran J. Fernández
Óscar Sánchez Vadillo
A fines del pasado año, el filósofo y novelista -amén de oficiante de varios géneros más que él gusta de denominar “menores”- Fran J. Fernández nos obsequió con la publicación de este curioso libro en el que ha reunido indefinidos escritos suyos -digo “indefinidos” porque contarlos sería semántica, y, como mostró Borges en su famoso Argumento ornitológico, para que haya un número efectivo que los recoja ha de haber un Dios real que haga la cuenta-, que van desde los años noventa hasta la primavera de 2024, como indica el autor en su Aviso esotérico, que es, por cierto, un texto genial en el que, sin un sólo punto, se nos da paso gentil y llanamente al vano del libro, allí donde el propio anfitrión nos da la bienvenida. Todo el conjunto es una delicia, pero antes de entrar en algunas lizas de carácter filosófico a las que me siento aquí -y el “aquí” se lleva en este libro casi la mitad del protagonismo, junto con el propio “este”- concernido a participar, llamaré la atención sobre algunos puntos, totalmente irrelevantes a mi juicio, pero en los que un estilista y estilita del pensamiento como Fran J. Fernández suele detenerse como un niño pequeño ante una golosina.
Así, yo suelo preferir escribir “posmodernidad” sin la “t” latina, acudiendo a ella únicamente cuando pretendo subrayar el carácter de constructo del término, y entonces entre el prefijo y el vocablo interpongo un guion. En cuanto a por qué el estilo de escritura de Platón ha sido calificado de asiático, en primer lugar me parece que tiene relación con el empleo de un modo más refinado de expresión, el llamado “aticista”, por comparación con el más rudo de la democracia ateniense. Y, en segundo lugar, creo que Platón fue asiático también en su modo de pensar, ya que lo que se trajo de aquel Grand Tour de siete años que realizó por civilizaciones arcaicas tras la muerte de Sócrates fue una visión de la filosofía que la emparentaba más con las religiones orientales que con la tradición propiamente helena, además de acoplarse relativamente bien con su querido pitagorismo (toda la temática de la metempsicosis, el “soma/sema”, las purificaciones, el mundo sensible como Velo de Maya, etc.). Por otra parte, si Martín Heidegger se incomodó con la traducción que desde muy temprano comenzó a manejarse entre sus contemporáneos de Dasein como “existencia humana” fue porque, en efecto, Dasein ocupa un lugar cuasiestructural en Ser y Tiempo en todo semejante al que ocupa el Ich Denke en la Crítica de la razón pura de Kant, es decir, que en ambos casos se trata no de un yo empírico -como lo interpretarán, equivocadamente a mi juicio, Jean-Paul Sartre y Ortega y Gasset-, sino de una suerte de función, función que, como tanto recalcaba el propio Kant, lo mismo podría desempeñar un ser humano que una bacteria venusiana, siempre que esta última pudiera acceder al conocimiento. Para Heidegger, por tanto, Dasein no es otro nombre, tal vez un neologismo (y eso difícilmente, puesto que en el alemán de la calle el término se usa de modo coloquial, precisamente con un marcado carácter deíctico, y ya Hegel había echado mano de ella: el Geist, en efecto, era, para él, el Dasein parcial, histórico, objetivado de la Vernunft), para remitirnos al ser humano, sino que se trata más bien de un universal concreto capaz de apelar a cualesquiera entes cuyo entorno natural de existencia consista en estar sumido en una concreta comprensión -es decir, el existenciario del Verstehen.
Así mismo, en la estupenda enumeración de grandes personalidades que se han valido de la correspondencia epistolar para comunicar su pensamiento creo que a Fran se le ha pasado por alto nada menos que Pablo de Tarso, cuyas cartas forman parte de la Biblia, un privilegio inaudito para alguien que ni siquiera conoció personalmente al nazareno. Al margen de eso, en el libro se cita de pasada al gran Miguel Delibes, pero, además de lo dicho y muy buen dicho, yo recordaría el retrato del lenguaje natural, con sus incompletitudes, repeticiones, alusiones implícitas, etc.1, en La hoja roja, pero, sobre todo, en Las guerras de nuestros antepasados, que es una apoteosis del habla rural.
Pero tales son bagatelas, en puridad. El meollo, allí donde además de disfrutar el lector debe concentrarse, está casi al final, donde Francisco J. Fernández da lo mejor de sí en lo que a reflexión filosófica pura y dura, diamantina, se refiere -sobre todo en Los deícticos de los filósofos, conferencia de 2023. Porque él entiende perfectamente que los problemas de lingüística son antes problemas ontológicos, e incluso políticos (a la manera de Agustín García Calvo, dado que nada puede haber de inocente en lo que Fran denomina “control de la semántica”, pero como él no lo hace no voy a meterme tampoco yo en esos jardines), y de esta guisa lo enfoca sabiamente. Pero, con todos los respetos, debo discrepar, sirviéndome de nuevo de un cierto regreso a Ser y tiempo, donde lo que Heidegger menos hizo fue retomar un existencialismo a la manera de Kierkegaard -eso queda formalmente negado en la Carta sobre el humanismo del año 46. En cambio, lo que allí realmente se llevó a cabo fue la tremenda operación filosófica de saltar por encima de Ferdinand de Saussure para arribar en la pragmática2 -o, como lo llama Fernández, en lo empráctico. Me explico, o al menos lo intento. Fran J. Fernández parte de una división, cuando poco analítica, yo diría que casi un ὁρισμός -abismo en griego-, entre el “campo mostrativo”, al que aluden en primer término los deícticos, y el “campo semántico”, que es aquella instancia en que lo mostrativo queda aferrado (como apresado firmemente por un puño, metaforizaba la teoría del juicio estoica, siempre tan viriles ellos...) por las significaciones. A mí esto me recuerda a la melancólica Carta a Lord Chandlos de Hugo von Hoffmannsthal, que Fran conoce bien, una modalidad de cuento breve y lírico que nunca me ha convencido mucho como filosofía. Porque, tal como lo entiendo yo, decir que el campo mostrativo es inefable o bien lo dice el místico que pide acrítico asentimiento cuando nada en su conducta da muestras de haber sido bendecido por una experiencia superior (ya escribió Ortega y Gasset sobre eso….3), o bien es el otro tipo de místico parlanchín que no para jamás de hablar de lo que, según el, no se puede hablar, que sería el caso de Agustín García Calvo. Además de eso, y más decisivo para mí, un argumento filosófico ya tradicional y de mucho peso que viene a confirmarse aquí, y cuya paternidad es de nuevo heideggeriana, señalaría que lo que oculta lo inefable-deíctico del Lord Chandlos de Herr Hoffmansthal es una metafísica de la presencia, del Vörstande, como si las palabras y las cosas no tuvieran un uso ni un previo arraigo cotidiano en nuestra vida -esto es, Zuhände, en los términos de Ser y Tiempo. ¿No resulta a nadie extraño y hasta sospechoso todo un librito tejiendo palabras para comunicarnos la pérdida de las palabras y su sustitución por la presencia directa, no mediada, de la cosa en su patencia singular e irrepetible, etc., etc.? (¿Y que, para colmo, le sirve a Hoffmannsthal, que no era especialmente filósofo en sentido canónico, pero parece que sí nominalista, de perfecta excusa para conseguir el efecto poético sin practicar técnica poética alguna, puesto que su meditación se da en forma de poema en prosa?)
A mí me parece, en cambio, que no hay ni puede haber ningún abismo infranqueable entre lo semántico y lo mostrativo en la experiencia del Dasein, porque ambos están inextricablemente imbricados desde el plano más originario concebible por el ya mencionado existenciario del Verstehen. Y el Verstehen es, a todas luces, considerablemente más práctico que teórico, porque ahí no cabe distinción sujeto/objeto, que es uno de los más grandes hallazgos del primer Heidegger4 (el llamado “círculo hermenéutico”, en definitivas cuentas). Si yo paseo por mi calle y señalo con el dedo a otro transeúnte una sencilla papelera, con ese gesto no sólo no he comunicado nada, es que ni siquiera he ejecutado acto lingüístico alguno. Porque mi posible interlocutor es incapaz de saber si es que la papelera está demasiado llena y rebosa de inmundicia, si es que él mismo tiene algo colgando del bolsillo que debería tirar, o si es que yo tengo un lamentable tic en el dedo... (Fran J. Fernández, por cierto, nos brinda cuatro dedos suyos en portada: falta, es cierto, el dedo de la palabrota, como decían mis hijos de pequeños, que a su vez es el dedo de los arqueros ingleses5, pero que nos relate él mismo esa ausencia, porque sin duda la ausencia es…). En cambio, si al tiempo de señalar profiero un “¡pero qué vergüenza!”, ya se puede ir acotando el acto ahora sí lingüístico: o en efecto la papelera está demasiado llena de restos, o es que tiene puesta una pegatina de un partido político completamente infame y deleznable para mí, pongamos por caso. Sin embargo, no me parece que el “¡pero qué vergüenza!” esté señalando, en un nuevo tipo de deixis no ostensiva (¿qué deíxis ostensiva puede haber, por ejemplo, para los estados de ánimo?), momento o trazo de un presunto “campo semántico” al mencionar significación; creo, simplemente, que he realizado un acto práctico, imposible de concebir en solitario, el acto de tratar de hacerme cómplice de uno de mis posibles vecinos no tanto por la semántica como por la axiología que le es siempre inseparable a la semántica (recuérdese el Principio de Hanson6, o la consideración de Hilary Putnam acerca de la no-distinción entre hecho y valor7), y que ambos compartimos por cohabitar en sociedad8. Diría más: es el uso determinado que una comunidad hace de la deíxis la que fija y organiza un cierto campo mostrativo, de tal modo que si yo señalo el cielo cuando pasa una avioneta que porta publicidad o un mensaje amoroso, todo el mundo a mí alrededor va a entender lo excepcional de la situación sin que yo tenga que abrir la boca, mientras que si lo que señalo es a una golondrina en pleno invierno nadie va a entender ni pizca, porque salvo los ornitólogos como mi amigo Israel Sánchez, a menudo Fran J. Fernández o el mismo Aristóteles de Estagira pocos saben hoy -¡y ya nos gustaría a muchos saber de esas cosas!- que las golondrinas habitualmente migran en verano a tierras más cálidas, por la cuenta que les trae… No obstante, Fran J. Fernández nos devuelve a cambio de lo inefable pasajes maravillosos, como cuando, en su penúltimo párrafo, poco antes de brindarnos un cervantino ladrido, una traducción inédita de Leibniz y un esquema de primera mano de las disquisiciones de Agustín García Calvo en su estado químicamente puro, escribe...
Pues bien, de eso se trata, de decirnos y desdecirnos, sin preocuparnos especialmente por el descubrimiento de que lo que sabemos no lo haya y de que lo que haya no lo sepamos. Si alguno cree entonces que todo es un vaniloquio, se equivocará porque todo nunca puede ser esto, es decir, que aquello a lo que remitimos con todo choca con la necesidad de señalarlo desde fuera de sí mismo.
(Las no-cursivas son mías)
Agustín García Calvo, que en Gloria esté, siempre será un caso inclasificable. Hizo, digámoslo así, la filosofía que le fue dado hacer al filólogo que destruye todo menos su propio campo de estudio. Porque, como secunda en este texto Francisco J, Fernández, no hay “es” que valga, pero a la vez según García Calvo el dinero es falso, el tiempo es futuro, el número es real, y etc., etc. Pero qué nos importan ahora las contradicciones o incoherencias de alguien, si son fecundas. Fran J. Fernández, en este verdadero hito de la filosofía ibérica que es El fantasma de la deíxis (el fantasma de la ópera era igual de huidizo...), exhibe una gran erudición que no excluye a nadie, habla amorosamente de esa parla natural que nos hermana a todos, es decir, en defensa de esa cosa humilde que desafía a lo digital y a su propia suegra y que me resulta admirable, confeccionando así una rareza bibliográfica del siglo XXI que para sí quisieran muchos muñidores del best-seller... El fantasma de la deíxis nos asusta un poco, sí, pero nos interpela en las largas noches del nihilismo irreversiblemente tecnificado. Fran, además, juega a anticiparse a sí mismo, por cuanto que nos va anunciando un próximo texto suyo dialogado a la manera de Platón (como los que ya ensayara hace dos décadas mi amigo Simón Royo en sus diálogos aporéticos, aunque Simón Royo no incorporara las frescas acotaciones de la entrañable Nanna de la última novela de Fran J. Fernández).
Quedamos, pues, como nos pide Fran, a la espera de su “siguiente monstruo indescifrable”...
1 En mi opinión, alguien tendría que aplicar, si no se ha hecho ya, por analogía o por afinidad el Teorema de Kurt Gödel al lenguaje, para que dejásemos de una vez de hablar del “sistema de la lengua”, puesto que es precisamente su naturaleza de sistemas jamás clausurados ni clausurables, imperfectos y permeables, lo que hace posibles las transformaciones efectivas de las lenguas.
2 La pragmática comunicativa o del sentido, no la escuela pragmática norteamericana de Pierce, James o Dewey.
3 Defensa del teólogo frente al místico, Volumen V de sus Obras completas.
4 Traté de ahondar más en esto en poco espacio en https://www.filosofiaenlacalle.com/post/textos-b%C3%A1sicos-de-filosof%C3%ADa-y-iv-qu%C3%A9-es-metaf%C3%ADsica-mart%C3%ADn-heidegger
8 Creo que me explico mejor (y pido disculpas por volver a autocitarme) acerca de este punto en https://dialektika.org/cien-anos-del-tractatus-logico-philosophicus/
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