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El amor y el afuera psicológico

Francisca, es la alborada, y la aurora es azul; el amor es inmenso y eres pequeña tú. Mas en tu pobre urna cabe la eterna luz, que es de tu alma y la mía un diamante común. (Poema a Paqui de Rubén Darío). AUTOR: FRANCISCO J. GARCÍA CARBONELL En la película Un sol interior, protagonizada por Juliette Binoche, nos encontramos a una artista y madre divorciada que busca el amor verdadero. Está basada en un ensayo de R. Barthes, Fragmentos del amor. Lo llamativo de la película es evidente a simple vista: la imposibilidad de un amor continúo frente a la intensidad fragmentada de este. Hay, sin embargo, una escena de la película que llama la atención. En una de las escenas, muy al estilo del último periodo del pensador francés sobre el lenguaje y la imagen, la protagonista viaja en un taxi. Esta se vuelve al conductor e intenta intercalar un diálogo a partir de querer escaldar en su vida personal. El taxista, tras una contestación vaga, no quiere participar y enciende la radio para poner música. La música la devuelve a un bucle. Es como si no existiera la posibilidad de ese amor verdadero que se amolde, el amor se reparte en fragmentos, no es posible salir de manera permanente del círculo. El amor como apego es algo tan caótico e inesperado como el universo. Este esconde un distanciamiento cruel. Una brecha que, sin embargo, parece estar aún unida por un pequeño hilo a punto de caer, al menos esa es la sensación, pero el límite, sin embargo, está ahí. El amor es algo fragmentado y por tanto se vive en momentos. Buscamos de manera pasional un continuo en nuestra felicidad y, sin embargo, eso es algo que no podemos conseguir, de aquí la frustración y la caída en una especie de escepticismo ante la vida. La mayoría es capaz de hacerse un mapa de cada estadio de su vida en relación a la felicidad (una infancia feliz, una adolescencia traumática…), de aquí lo absurdo de la frase “vivir el momento” para ser feliz, pues nuestra felicidad no depende de los momentos sino de la concepción general que nos hagamos. Todo es movido, pues, por el resorte de nuestra memoria y de aquí lo caótico del amor. ¿Pero cómo rehabilitamos este “mal” que desordena nuestra existencia? En la película El cubo, de Vincenzo Natali, nos encontramos con una serie de personajes que despiertan dentro de un enorme habitáculo cuadrado. Estos, cuando intentan pasar a otra habitación, se encuentran con otra cavidad igual. Cada vez que pasa a otra habitación, les espera una trampa que deben superar a través de un enigma. Al cabo del tiempo, los personajes que quedan con vida se dan cuenta, al ver, en su camino, el cadáver de una de las víctimas que no logró superar una de las trampas anteriores, de que están dando vueltas en círculo. Parece que nos encontramos ante un recorrido sin fin. De pronto, el matemático del grupo logra encontrar una solución. Se da cuenta de que existe un cubo sobre todo los demás cubos, y por tanto fuera de estos, que actúa como una especie de resorte que mueve de los hexaedros al paso de los protagonistas. Este último se presenta como la dinámica y también la salida de la trampa. El sentido común los llevaba a ir en círculos, y es de manera precisa que la lógica matemática los ha puesto en la vereda del encuentro con la realidad. Pero para que esta sea factible, es necesario que haya un encuentro físico con el otro. La lógica es el lenguaje que permite elucubrar el resorte, es el paso previo a tocar las costillas ensangrentadas de Cristo. En referencia a las relaciones, Ellacuría nos habla “del dinamismo de la especie en el dinamismo de la historia”. Nos dice que de modo preciso nuestra dinámica como seres constitutivos de una especie es la que da movimiento a la historia. Y esto se produce por nuestra esencia física, y por esto se entiende “no caer en una definición lógica, constituida por un género próximo y una diferencia específica, sino que es pertenecer a un “phylum determinado”. Así que nosotros, como miembros de ese phylum, emergemos de una realidad que interconecta a los unos con los otros. Somos individuos conectados que conviven haciendo historia bien medible de manera sociológica o a través de la biogenética. La especie de individuos no está determinada por el cubo que actúa como resorte; es este, aunque no se den cuenta, quien es movido en relación con la actividad de estos. La función del cubo, en este caso, es la de alterar la noción de la realidad de los personajes mientras caminan. Es como si estuviera ahí a posta para decirnos igual que la famosa máxima del artista visual Matt Mullican: “No es el mundo que tú ves, es el mundo que yo veo representado en el mundo que tú ves”. ¿Qué hay, entonces, detrás de este espectáculo en torno a nuestra forma de ser, estar y percibir?” Quizás sea la manera de rehabilitar nuestro afuera. La víctima que los personajes se encuentran en el camino es el punto de referencia físico para la inflexión. A partir de aquí entra en función el matemático. Para que haya un punto de interconexión con la trampa, se necesita operar en el plano ambiguo, en lo que no se sitúa en alguna dirección, con la finalidad de poder confluir con el lenguaje de la lógica aplastante que los tiene presos en la incertidumbre. Para poder rehabilitar, como hemos dicho, el afuera psicológico.

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