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Día del libro 2022: Patrick O´Brian, almirante en tierra



Óscar Sánchez Vadillo


Muchos considerarán la obra de Patrick O´Brian ciertamente menor desde la perspectiva de la literatura llamada “seria”, y, sin embargo, ofrece al disfrute del lector una serie de caracteres que se me antojan simbólicos en alto grado de lo que puede hacerse hoy con la narración pura, es decir, con ese tipo de narración que no busca otra cosa que su decurso mismo en los parámetros de una tradición genérica bien conocida y definida. En el s. XX, Isak Dinesen, por ejemplo, fue también una renovadora de la narración pura en las coordenadas del cuento tradicional que se inicia en el Renacimiento, así como Robert Graves lo fue a su modo en las del universo decimonónico de la novela histórica. No obstante, ambos autores poseyeron una cierta entidad propia como escritores por cuanto que los dos se salieron de su marco establecido al pulsar también ocasionalmente sus propias vidas en algún relato (como es sabido, Dinesen en Lejos de África, Graves en Adiós a todo eso y sus relatos breves y poemas). O´Brian, en cambio, solo ha destacado como traductor y autor de biografías ajenas además de como novelista de la armada inglesa en tiempos de Nelson; no tiene, pues, una personalidad literaria privativa suya al margen de su producción más comercial. No obstante, sus narraciones exceden con mucho las expectativas del lector de género por su calidad y hondura, sin que esto signifique que su estrategia ha sido -como gustan de señalar invariablemente todas las contraportadas del globo- la de llevar al género histórico o aventurero las sutilezas y sinuosidades de la novela psicológica.

No, cualquiera que conozca a O´Brian sabe que no es ningún Henry James de la novela de acción, así como tampoco es el Víctor Mora sin ilustraciones de las crónica naval -lo uno va por lo otro. Sus personajes principales, el capitán de Su Graciosa Majestad proveniente de familia tory Jack Aubrey, y el cirujano, naturalista y espía irlandés de origen catalán Stephen Maturin, son seres de carne y hueso cuya profundidad psicológica es ni más ni menos que la que exigen los estándares de la época napoleónica conforme a sus respectivas posiciones sociales y profesiones, y sólo se singularizan en este aspecto en lo que se refiere a la íntima y excéntrica amistad que se profesan. Cierto que Aubrey es arquetipo de destreza y coraje marineros, pero eso no le convierte en un inverosímil Capitán Trueno del mar: su destreza nace de su larguísima experiencia tanto como de su cándida falta de cerebro para cualquier otra faena teórica o práctica propia de los hombres de tierra (donde le estafan los logreros, le hacen trampas a las cartas, le persiguen por deudas, su mujer no logra retenerle…) Y su coraje no es más que la traducción tanto de su complexión física fuerte, sanguínea y entrada en carnes, como de su relativa carencia de otros medios de fortuna que no provengan de sus capturas. De hecho, Maturin le analiza a menudo en términos descarnadamente fisiológicos y cuasi-sociológicos en largos pasajes de su diario que son francamente originales desde el punto de vista caracterológico, pero que no por ello pretenden la prioridad ontológica del carácter o de la psique sobre la acción. Por el contrario, en el rudo y pragmático mundo de O´Brian son las acciones las que lo determinan todo, de manera que, como en las novelas de Dashiell Hammett, hasta los más corteses o alambicados diálogos (y las innúmeras criaturas de O´Brian gozan de los modales que corresponden a su clase, siempre más acendrados que los nuestros incluso en el último de los grumetes), presuponen y persiguen algún tipo de conducta. En realidad, no puede ser de otro modo, ya que pertenecen a un mundo en el que nada es ocioso o gratuito, todo está condicionado de un modo u otro, y los hombres más comunes se ven asediados por un millar de urgencias que van desde la más alta política hasta un necesario zurcido de calcetines. Incluso la pasión naturalista de doctor Maturin, que tanto se le reprocha en ocasiones como, en general, se le tolera entre sus compañeros de tripulación, implica una ocupación práctica que se concreta en investigaciones y estudios con destino a la Royal Society de Londres[1]. No en vano, la frase favorita de Aubrey y, sin duda, la que más se repite a lo largo de toda la saga es “no hay un minuto que perder” y sus variantes -ya que, incluso cuando ese minuto de más se impone de modo irremisible, como un lapso de espera enojoso, los protagonistas aprovechan entonces para tocar música…

El retrato que O´Brian hace de Maturin es bastante más complejo que el de Aubrey: solitario empedernido sumergido en un microcosmos colectivo, intelectual multidisciplinar de ideología ambigua (aunque decidido detractor de Napoleón), bebedor ocasional de láudano y poco afortunado con las mujeres, lúcido hasta la depresión inconfesable algunas veces, nada de ello le impide ser sumamente eficiente en sus tareas profesionales y políticas aunque la disciplina de la marina le parezca al principio poco menos que bárbara. Desde su congénita soledad, Maturin es el que realmente pone en contacto las escenas navales con el abigarrado universo de los intereses políticos, sociales y culturales de la época, siendo su papel el de verdadero motor discreto de la acción (llegando incluso al frío asesinato), y no el de fácil intermediador en la ficción entre el lector y el entorno histórico –como sería de esperar en la novela histórica, a la que O´Brian no hace en lo más mínimo concesiones, como tampoco se las hace a la de aventuras, introduciendo al lector abruptamente in medias res, lo cual aumenta el placer de descifrar gradualmente unos hechos mayormente imprevisibles en sus pormenores pese a su conocido desenlace histórico final.

Nacido en 1914, O´Brian vivió una existencia de escritor oscura en Colliure (donde se instaló de por vida tras servir en la Segunda Guerra Mundial) hasta que comenzó su serie de Aubrey y Maturin en 1970, pero tampoco entonces cosechó un gran éxito personal excepto en la consideración de colegas de prestigio como Iris Murdoch o Tom Stoppard. Únicamente recibió una acogida favorable por parte de la crítica y una creciente clientela de lectores tras la reaparición de la serie en 1990, es decir, cuando contaba ya con la friolera de 75 o 76 años, que es la edad más provecta que conozco para despuntar en el mercado editorial. Entonces no sólo se convirtió en un best-seller mundial para una inmensa minoría de seguidores devotos, sino que fue nombrado, en el apogeo de su honra, caballero por la reina Isabel II de Inglaterra. Falleció finalmente en 2000 con más de seis millones de libros en circulación traducidos a dieciocho idiomas, y tres años después apareció en las pantallas la película de Peter Weir basada en sus obras, lo cual le convierte más bien en el Hergé de la novela para adultos. Una gloria, por consiguiente, pequeña, prácticamente póstuma, y tan efímera, me temo[2], como lo sea la posteridad del propio film, que no conocerá segunda parte pese a su factura clásica y a la dedicación verdaderamente encomiable que le ha prestado su director[3]. O´Brian, poco dado a confesiones personales, declaró en una ocasión:


¿Qué cómo empecé a escribir sobre el mar? A principios de los cincuenta, después de un par de novelas difíciles, una de ellas bastante buena, pero llena de sentimientos angustiosos y aún más angustiosa de escribir, se me ocurrió escribir un libro por diversión.


De este desahogo resultaron Testimonies de 1953 y The Golden Oceande 1956, primeras presentaciones parciales de los personajes citados en el escenario histórico del Umwelt naval a caballo entre los siglos XVIII y XIX. Pero no se crea que la alusión a la “diversión” evitó a O´Brian el afrontar el tremendo trabajo de estudiar y contrastar relatos de la época, diarios de navegación, planos de navíos, informes de los oficiales que lucharon en las batallas, los archivos del Museo Marítimo Nacional y los del Archivo Nacional Británico. La documentación de los libros de O´Brian es irreprochable -como no puede ser menos en cualquier novelista competente-, lo cual hizo de él un auténtico ratón de biblioteca que husmeaba día tras día legajos de las venerables dependencias del museo del Almirantazgo. La “diversión” (vocablo de semántica mucho más amplia en inglés que en castellano) debió convertirse en entusiasmo y seriedad, porque sus libros rezuman admiración y respeto por los valores, creencias y habilidades prácticas de la época[4]. Con todo, ese entusiasmo no es fácil de transmitir: los aficionados a la épica se sentirán decepcionados en la lectura de sus novelas, por encontrarlas demasiado prosaicas y atenidas al detalle asfixiante de la vida a bordo; a los aficionados al género de aventuras les ocurrirá lo mismo, al encontrar sus peripecias demasiado escasas y sus protagonistas demasiado vulnerables; y, por último, no menos desencanto producirá en los amantes del bello estilo literario en general, que lo encontraran desmañado, conciso, descriptivamente pobre, digresivo y en exceso aficionado a las elipsis. ¿Cuáles son, pues, sus virtudes, esas mismas que antes apuntaba como representativas de la narración pura actual? ¿Dónde están sus “honduras”, sus “calidades”, tales que justifican que lo traiga aquí a colación en tanto ejemplo no tanto de literatura puntera, como de gran literatura sin más?

Pues bien: aparte de lo intrínsecamente entrañable y bien trazado de sus personajes, que, en mi opinión, recaban interés por sí mismos, y del atractivo de la recreación histórica, que aunque exacta jamás se enfoca románticamente, O´Brian sólo puede alegar el mérito de su propia normalidad. Si tiene alguna peculiaridad, algunas bondades características -y yo creo que sí-, éstas residen en sus insuficiencias tanto como en sus capacidades. Nada hay, en efecto, en su escritura que avale su inclusión entre los grandes prosistas de nuestro tiempo, ya lo he dicho: O´Brian es, sin duda, como también hemos señalado antes, un escritor menor que abandonó las novelas “angustiosas” en favor de estas obras de proyección únicamente comercial y aptas para todos los públicos, siempre que éstos estén armados de, al menos, un grano de paciencia. No obstante, aprendió a amar lo que hacía, y desde el punto de vista del contenido sus relatos son de un vigor y una espontaneidad en la lectura extraordinarios, y, como decía Bajtín, es necesario tomar también en consideración el contenido, cosa que nos permitirá interpretar la forma de un modo más profundo que el hedonismo simplista. Un contenido, si se quiere, novelesco, aunque atemperado por la sobriedad de la fidelidad histórica y humana; movido, asimismo, por esa nostalgia asociada a ficciones de independencia, riesgo y vida sana y retirada de la depravación civil reinante en tierra que el lector espera (y que en la realidad de la vida a bordo se convierten en suciedad, trabajo duro y disciplina, pero nimbadas de una intensa y callada alegría), pero que es la misma que ya alentaba un siglo antes en la narrativa de un Joseph Conrad, sin ir más lejos –ni más cerca...

Y Conrad, qué duda cabe, es un genuino e indiscutible clásico de las letras inglesas, aquel que precisamente ha conferido “dignidad literaria” a los temas marítimos para la literatura más allá de las travesías y naufragios incidentales de la novela ilustrada o bizantina. Sin embargo, Conrad, pese a su mayor cercanía histórica a los hechos recreados, es mucho más romántico que O´Brian, en el doble sentido de que gusta mucho más del exotismo natural de los parajes y travesías descritos y de que incide constantemente en la trascendencia simbólica del periplo humano de sus, a menudo, atormentadas criaturas. O´Brian, en cambio, es más sutil político que patético moralista -porque la moral se supone entre caballeros-, y toma a la naturaleza y al hombre en bruto, lo que se traduce también en un uso mucho más preciso y abundante del lenguaje técnico de la náutica (o del propio de la descripción de las especies animales), como si el auténtico marino de profesión hubiese sido él y no Conrad. Sus lectores -entre los que se cuentan Arturo Pérez Reverte, Jacinto Antón y esas personas anónimas que han dedicado sus desvelos a profundizar los entresijos de O´Brian en múltiples páginas web-, en cualquier caso, amamos a ambos, pero reservamos para el viejo de Coillure un cariño especial que tiene que ver, desde luego, con la felicidad que nos produce, sí, pero que es también sentida como propia por los personajes. En el primer volumen, por ejemplo, un joven Aubrey recibe su primera orden de mando, y ese júbilo del recién estrenado capitán sale de interiores desbordándose por el puerto, y se puede decir que ya no cesa jamás -ni la felicidad ni la salida al exterior: todo en este mundo es netamente exterior-, incluso en las peores circunstancias, durante las veinte-y-media novelas de la saga. Inmediatamente después, su reencuentro con Maturin, al que acaba de conocer, hace saltar chispas de alegría y locuacidad. Personalmente, me encanta esa manera en que se tratan los personajes, cualesquiera de los numerosos personajes, que estalla en cada nuevo reencuentro aunque sólo hayan pasado unas horas desde la última vez que se vieron. O´Brian ha sabido hacer a la mayoría de sus criaturas más responsables e inteligentes que el narrador: tienen que serlo, porque apenas viven para sí mismos, y lo que se juegan a cada momento es su propia vida y la de la nación a la que pertenecen (no a la que se sienten pertenecientes: si contarán con ese margen, tal vez se lo pensarían dos veces…) Y eso se cumple prácticamente para todo el planeta, pues no otro es el escenario inmenso y variopinto de la acción. De hecho, O´Brian no entiende que sus protagonistas merezcan una especial consideración por serlo, más bien dignifica a todo hombre por igual de acuerdo con sus méritos, de manera que la narración focaliza, desde luego, una porción de la realidad, pero manteniéndose siempre consciente de la importancia del resto, que entretanto ha continuado, dando lugar a otros desarrollos que afectarán a los acontecimientos en general y al barco en cuestión en particular. Funciona, diría yo, como la vieja “monadología” de Leibniz, de modo que cada rincón del mundo es una perspectiva sobre el universo, a la vez que el universo se comprime en cada punto siendo una expresión activa de él, y así todo se contacta con todo de forma que cada suceso se entrelaza dinámicamente con los demás –tal policentrismo de la relevancia, creo yo, es uno de los factores que distinguen a O´Brian de los demás escritores pasados y recientes del género.

Aquí huelgan los experimentos literarios, sorpresas únicamente las naturales: la escritura es lineal y abarcamos muchos años de las vidas de los personajes, a los que vemos casarse, tener hijos, ser infieles, sufrir achaques o mudar de rango o de fortuna. O´Brian parece en principio indiferente para con la atención del lector -que, por cierto, no veo por qué iban a ser sólo varones, de la misma manera que los lectores de Kate O´Brien no son únicamente mujeres-, evitando echar mano de ningún truco para estimularla o relajarla. Él se toma tranquilamente su tiempo, un tiempo que nunca es vacío, contándonos cada trabajo grande y pequeño con la misma minucia y cuidado que pone el interesado en llevarlo a cabo. Y seguramente este sea el espíritu general de estos libros, más allá de la fascinación histórica per se: se diría un canto al gozo del trabajo, pero de un trabajo que se identifica con la vida, que es indisociable de ella, que en tiempos denominaban “el servicio” y que es ya una quimera o un privilegio para nosotros[5]. No hay ningún personaje que no tenga una docena de jugosas anécdotas del “servicio” que aportar en cubierta o en la mesa, y nadie se siente ajeno a ellas, aunque costaran daños pavorosamente reales. Se habita en tales circunstancias vitales, pacientemente, enérgicamente, intensamente y concienzudamente, y nada más que eso se pide en la distancia al lector. Es un orbe natural, histórico y humano lo que se recrea, y no una escritura la que ejercita, y que a estos efectos resulta transparente. Termino con un detalle que me subyuga, en parte representativo de todo lo que hasta ahora vengo diciendo: pocas veces ocurre que Aubrey, independientemente de la suerte que la jornada haya deparado, sea de día o de noche, para un rato o por unas horas, no quede profundamente dormido a los pocos segundos de acostarse…


(En la Surprise, como en todo buque de guerra o de no guerra de la época, hasta los todopoderosos capitanes duermen en un “coy”, pero para saber qué es eso y cómo se quitan y ponen a horas fijas sólo hay que leerlo).




[1] No hay que olvidar que Maturin es un personaje inspirado remotamente en Joseph Banks, el naturalista a bordo en el Endeavour de James Cook, de quién O´Brian había escrito una biografía en su juventud. No obstante, ni el casi legendario Banks, ni el personaje que le encarna en la película de Weir (que apenas se le parece), desmerecen la singularidad de la personalidad creada por O´Brian, como veremos a continuación. [2]Aunque actualmente está siendo objeto de revisiones biográficas, como la Dean King, y también de exámenes periciales por parte de expertos en náutica, e incluso se están editando sus manuscritos de juventud ¡desde los doce años! En todo caso, el reducido y tardío culto que pueda tributársele (tiene también muchas páginas y foros de Internet dedicados a su figura y obras) se deberá siempre a la saga marítima, pues, como él mismo afirmaba: Obviamente, he vivido demasiado tiempo fuera del mundo: poco es lo que conozco de la actualidad de Dublín, Londres o París, y todavía menos de la posmodernidad, el posestructuralismo, el rock duro y el rap, de modo que no puedo escribir con mucha convicción acerca del panorama contemporáneo (en Patrick O´Brian: Critical Essays and a Bibliography, editado por Arthur Cunningham). [3] Recuérdese que Peter Weir es el responsable de films como Gallipoli, El año que vivimos peligrosamente, El club de los poetas muertos, Único testigo, La costa de los mosquitos, Matrimonio de conveniencia o El show de Truman, entre otras. Si se mira bien, la constante de todas estas cintas es el análisis de la irrupción y adaptación de un personaje o conjunto de personajes en un ambiente o universo de valores extraño al que no pertenecen, y esto se acrecienta al tratarse de un barco, pues no hay más mundo más distinto y autónomo que el de un navío con respecto a las normas y costumbres de tierra adentro (si exceptuamos la ciencia-ficción). [4]A este respecto, otra de sus escasas declaraciones sobre el particular reza así: Yo tenía parientes marineros, no nací con la escota en la mano, pero casi. Siempre había querido ser de la Marina Real, pero puede que por falta de inteligencia o de salud, no fue posible, aunque la he seguido a mi manera.

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