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Atajos filosóficos (28-36)



Óscar Sánchez Vadillo


28- No hay que interpretar erróneamente o superficialmente los hechos: capitalismo y democracia constituyen un matrimonio muy consolidado al que las muchas y llamada “crisis” no han hecho más que reafirmar en su conveniente unión hasta la muerte. Es como si el rico marido, el Capital, hubiese sido descubierto por su encantadora esposa, la Democracia, en una de las muchas aventuras de infidelidad que un recto cabeza de familia bien debe permitirse esporádicamente como válvula de escape para seguir cumpliendo con su arduo deber conyugal. Ella ya lo sospechaba, todos los amigos de la pareja lo sabían, y más o menos se toleraba, hasta que ha sido pillado in fraganti. Los hijos... ¿y qué van a pensar ahora los hijos?... Por supuesto, el Capital se arrepiente, más que nada de su torpeza, promete no volver a hacerlo, mima a la Democracia durante un tiempo y un día cualquiera vuelve a las andadas. Mientras, los hijos encajan el escándalo, acuden al psicoterapeuta, y allí y con el tiempo comprenden que hay que aceptar y perdonar: todo sea por el futuro de la familia, que peor nos las veríamos si fuésemos como esas tan ordinarias que se forman, como por aluvión, en el Tercer Mundo...

 

 

29- Después de medio año sin pisar una librería moderna, una boutique del libro dó moran las ansiadas y flamantes novedades, pruebo a adquirir una novela actual a la que le había echado el ojo hace tiempo. Veinte eurazos en modo crisis mía particular para Anagrama, la editorial cool. Empiezo y trata de nada, o sea, del estilista de turno sacando instantáneas verborreicas de situaciones de interior, en el espíritu de mostrar que la vida de la gente anónima es puro teatro de pasiones y anhelos, más bien tristes por cierto. Para darle alguna profundidad patafísica utiliza palabros filosóficos fuera de contexto que me ponen todavía más nervioso. Se supone, en fin, que el lector recorrerá ese desierto convencido de estar enriqueciendo su mirada sobre los demás, o como poco su vocabulario, o algo así. La Literatura como lupa insípida o diccionario de sentimientos. Autor prestigioso, título rimbombante y varios premios.            A la vez, voy terminando Una historia en dos ciudades. Los alrededores, las inminencias, la sísmica de la Revolución Francesa contada por un señor que ha nacido para ello. Dos euros en el pasadizo de San Ginés, tapa dura y fantástica traducción. Y el problema no es que resulte injusto poner al mismo nivel al gran Dickens y a un fichaje editorial de moda (injusticia que no veo, puesto que ambos se disputan igualmente ocupar nuestro tiempo y llenar nuestra cabeza), el problema es que el segundo no tiene asunto, así que adensa por contraposición la forma. Naturalmente, a Dickens se le puede reprochar que trata su tremendo asunto parcialmente, arrimando el ascua a su sardina, pero es que si el otro no ideologiza no es por su más progresada virtud, sino porque no tiene dónde o en qué hacerlo…                 Entiendo, en fin, que el diktum romántico de la indistinción entre forma y contenido -priorizando siempre la forma, puesto que hablamos de arte- es una falacia interesada. Coja usted algo como la Revolución Francesa, piense a fondo lo que semejante acontecimiento supuso para todos nosotros, y deje que la forma se proponga sola. Pero si no tienes algo así entre los dientes, relee a Joyce o a Proust y déjanos en paz. Dos simples, concretas ciudades, en la vastedad del cosmos, frente a los infinitos de una presunta subjetividad, y es que no hay puñetero color...

 

 

30- De entrada el e-book, sea de la marca que fuere, parece una chocolatina de Wonka. Pero no se abre, sino que se ilumina, como la Gameboy. Luego examinas los muchos textos que contiene y te acuerdas de Asimov, siempre que hayas leído antes a Asimov en papel, claro. Mucho diccionario enciclopédico y demás. Novelas para parar un tren. Ensayo y libros informativos, nada. Mami qué será lo que tiene el cue-e-ntooo. Y sí, es perfecto para leer en la cama o en el metro, pero imagina que lo pierdes. Acabas con una biblioteca entera de un golpe, como cuando muere un anciano en África. También es ideal lo de subrayar, copiar pasajes o tomar notas sin tocar la prosa. Pero en este caso perderlo es ya como para matar al fabricante. Supongo que serán posibles las copias de seguridad. Lucía Etxebarría dice que ya no publica más, si van a piratearla masivamente. Ya será menos. Tendremos que refugiarnos en los clásicos muertos, qué se le va a hacer. En todo caso, como le decía a una amiga, si llamasen a nuestra puerta para ofrecernos un flamante e-book, ecológico, que no ocupa espacio y demás, a cambio de aliviarnos de toda nuestra vieja biblioteca de papel, en nueve de cada diez casos se irían con las manos vacías. Llamadnos fetichistas...

 

 

31- “Quería comentarte...”, nos dicen, y lo que viene después es una información completamente nueva. “Comentar que...”, dice el político, con ese estilo económico del infinitivo, y lo que le sigue no es una opinión o glosa de un sucedido, sino cualquier cosa. Comentar algo es conversar con alguien acerca de un asunto que ya conoce, normalmente de pasada o sin profundizar demasiado. Es de suponer, entonces, que el abuso a que se somete hoy a este verbo proviene de que se cree que todo es sabido de antemano, o que merece un análisis brevísimo, o que van a minimizar una mala noticia, no sé. Lo que sí sé es que está mal utilizado y suena chungo y palurdo. O sea, suena a americanismo. A americanismo de medio de comunicación o de jerga de empresa. Mira, tío, si quieres “comentarme” algo invítame a un café o una copa primero y veremos si luego puedes o no extenderte tanto cuanto quieras...

 

 

32- Una vez que eres capaz de pensar una cosa a fondo yo diría que ya estás en condiciones de pensarlas todas...

 

 

33- Creo yo que el verbo vegetar bien podría venir del substantivo “vejete”. Está ese cuento de Jack London sobre un chino explotado en la Norteamérica de los ferrocarriles hasta que consigue jubilarse con algo de dinerillo. No le hace falta mucho, porque todo lo que ansía es sentarse a contemplar su jardín sin que nadie le moleste. Es intolerable que vivamos en una cultura que nos apremia a trabajar hasta la tumba, sea para otro, sea para nosotros mismos. Si la suerte nos concede tiempo, hay que vegetar unos años, esperando a la muerte sin prisas. Como esos sabios anónimos que se sientan a la puerta de casa, o del bar, con su boina y su bastón a ver pasar a la gente. Se dirá que antes se debe haber hecho algo con la juventud, y estoy tan de acuerdo que precisamente aquella actividad pretérita debe ser uno de los alimentos principales del “vegetativo”. Hacer para luego recordar, correr para luego detenerse, afanarse para luego descansar. A Galileo Galilei la Santa Madre Iglesia le castigó disponiendo para él un arresto domiciliario de por vida. Ya era anciano, se estaba quedando ciego y lo que había hecho en su vida activa sencillamente no tiene parangón. Le hicieron, me parece, sin quererlo un gran favor. Retomó el laúd que su padre le había enseñado de niño. Y allí, tumbado en el jergón de una casa de labor, prácticamente a oscuras, tocaba. Lo que vengo a decir es que si estás pensando que qué pena, todo un genio desperdiciado y olvidado, con lo que podría haber avanzado todavía, vas por mal camino. Te han cazado.           

            Porque vegetar es vegetar en la meditación de las propias acciones, sin esperar ningún más alto tribunal para ellas. Así se comprende que se hizo lo que se supo, y se supo poco; que la posteridad de uno será inevitablemente deformada; y que los que vendrán serán tan tontos como uno mismo, pero vivirán igualmente. Todo anciano alcanzaría de este modo la lucidez, que no es don pequeño ni frecuente. (Por cierto, el Papa de turno, Inocencio no-sé-cuántos, le envió a Galileo una carta con buenos deseos tiempo después de haberle procesado. Se ve que quiso mostrar su personal predilección por los grandes ingenios pese a que la ortodoxia deba imperar sobre el vulgo. Ojalá el pensamiento del pisano al recibirla haya sido simplemente tirarla a la chimenea con un tranquilo “que te den”, y volver a meterse en su divina cabeza...)

 

 

 34- (El Juramento Hipocrático) Si el paciente es joven, y protesta que le duele, y lo repite en Valencia, Barcelona y Madrid, y además viene su padre, y su profesor, y dicen lo mismo, pues no hay motivo para que el médico no se lo crea. El Juramento Hipocrático, si no ha sido “hipocresíatico”, exige al galeno escuchar atentamente al enfermo como parte de su diagnóstico. Pero abundan los aspirantes a Doctor House, tecnócratas de la salud propia sin genio, que ignoran el dolor e ignoran el historial e improvisan los pronósticos. Que tengan mucho cuidado, que recuerden lo que juraron, a ver si el mal que propagaron se les va a convertir en pandemia...

 

   

35- (El desencanto, Jaime Chavarri) No sólo es la mala familia, también es la mala cultura. Familias estropeadas en un sentido u otro hemos tenido todos, pero no lo racionalizamos así, sobrevivimos a ello y basta. En cambio, este, Leopoldo María, como se ve en la película, y sus hermanos, mataban a sus padres con una superioridad sacada de los libros prohibidos. Parece orgulloso de sufrir, pisar cárceles y comerse psiquiátricos: esa actitud es mucho más dañina que todo lo que pudiera haberle hecho su madre, y no la ha aprendido precisamente de ella. Quien diga, viéndole, que siempre es bonito e instructivo leer es alguien para el que “ingenuo” es un triste eufemismo. Yo no creo en los genios de la cloaca, ni en los intelectuales de la tragedia. Maldito malditismo...

  

 

36- Fue el consejo de Gustave Flaubert a Guy de Maupassant: concéntrate en mirar una cosa el suficiente tiempo como para vislumbrar en ella algo que nadie haya visto antes. El Buen Dios está tras los detalles, etc. Pero lo cierto, en mi opinión, es que estamos saturados de ficción; la tenemos a todas horas y en todos los formatos, vieja y moderna, en color y en blanco y negro. Eso vislumbrado, aquellos detalles los que se refería Gustave… ¿No podrían, acaso, comunicarse de otras maneras que las de “contar algo”? Griegos y romanos no conocían apenas la novela, pero fundaron todos los demás géneros literarios y escénicos. Los clichés tampoco les asustaban, al contrario: se reafirmaban una y otra vez en la pequeña variación de ellos. Tal vez no estaría tan mal a estas alturas abrirse a otras formas de análisis y exposición de eso mismo, de la vida, que no fuesen no necesariamente narrativas, pues algo debe favorecer a los poderes tanta ficción cuando tan cómodos se encuentran fomentándola…

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